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Ciclismo antiguo

La Vuelta que Pingeon ganó solo

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Para Roger Pingeon las cosas no fueron fáciles. Su palmarés refleja una grandeza que no siempre estuvo a sus pies. Siempre criticó que en su época los directores de equipo fueran más comerciales al volante que auténticos estrategas. En 1967 ganó el Tour por delante del relojero abulense, Julio Jiménez.

Todas las noches, Pingeon saboreaba la cena con una copa de vino, todas las noches se premiaba con largos y fenomenales descansos, como parte del entrenamiento invisible que le llaman, todas las noches repasaba las últimas novedades de la revista “Ciencia y vida” para aprender que el oficio ciclista tenía mucho de física y química, como la relación de pesos y la necesidad de llevar dos bidones medio llenos a ambos lados del maillot mejor que uno a rebosar en uno de los costados.

#DiaD 11 de mayo de 1969

CCMM Valenciana

La Vuelta a España descubre el talento de Luis Ocaña en toda su extensión. Moreno, tez afilada, una mirada que le delata, el conquense no escatima para poner a prueba a Pingeon en cada recodo del recorrido. Ocaña gana las dos cronos pero un solo ataque, camino de Bilbao, en la décimo segunda etapa le da al francés una victoria que es inapelable.

Se dio la circunstancia de que en aquella carrera el ganador final llegó al epílogo de la carrera con un solo compañero dentro del Peugeot-BP el belga Willy Monty toda vez vio como las enfermedades tan usuales en el final de primavera española se llevó por delante al resto del equipo. Hubo quien quiso ver en la soledad del controvertido francés el síntoma de declive del ciclismo galo por esas fechas. “Pingeon contra todos” dijeron. Estaban en los prolegómenos del gran dominio de Eddy Merckx.

Imagen tomada de www.velo-pages.com

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Ciclismo antiguo

Gianni Bugno no ganaba por fuerza: ganaba por estética

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Gianni Bugno: la elegancia que dudó un segundo y perdió un Tour y los que vinieron

Ya lo veis ahí, con la tricolore, maillot eterno, Gianni Bugno.

Hay ciclistas que ganan carreras, y otros que ganan miradas.

Gianni Bugno fue de los segundos.

CCMM Valenciana

Aquel italiano nacido en Suiza, con la raya al lado perfecta y la planta de actor francés, podía estar deshecho por dentro, pero por fuera era mármol.

Vestido con la tricolore, subiendo Alpe d’Huez sin casco, con gafas de espejo y el gesto impasible, parecía más modelo de Armani que campeón de Italia.

Ese maillot duró unos meses, pero dejó más huella que muchas temporadas enteras.

Con él ganó Burgos, San Sebastián y Zúrich antes de coronarse campeón del mundo en Stuttgart.

Pero aquel verano también dejó la escena que cambió su historia: el Tourmalet.

Indurain bajó a toda máquina, Chiapucci hizo de puente… y Bugno, Gianni el bello, dudó.

Esperó al coche. Un parpadeo. Dos minutos. Y adiós Tour.

Desde ahí, las trayectorias se cruzaron.

Indurain se vistió de amarillo para cinco años; Bugno empezó a vivir de recuerdos, y qué recuerdos.

Porque un año antes había hecho lo que casi nadie: ganar el Giro de inicio a fin.

Líder desde Bari hasta Milán, tres semanas de rosa sin un solo día flojo. Mottet, Giovanetti, Lejarreta… todos quedaron a más de seis minutos de un Bugno que no sudaba, simplemente rodaba. “No me llaméis campeón —decía—, eso sería ofender a Bartali y Coppi”.

Pura elegancia también para quitarse mérito.

Luego llegaron sus grandes días menores: aquel Alpe d’Huez de 1991 que ganó sabiendo que el Tour no era suyo, el sprint largo y demoledor de Benidorm, el Flandes del 94 donde dejó clavado a Museeuw con una arrancada de 300 metros.

Gianni no ganaba por fuerza: ganaba por estética.

Quizá le faltó sangre, o le sobró belleza.

Quizá dudó cuando había que morir un poco más.

Pero si hay una imagen que resiste los años, es la suya: agarrado del manillar plano, sin gesto de dolor, elegante incluso en la derrota.

Porque hay campeones que ganan, y otros, como Gianni Bugno, que nunca dejan de parecerlo.

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Ciclismo antiguo

Los 10 maillots más bonitos de la historia del ciclismo

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Los maillots que vistieron nuestros mejores recuerdos de ciclismo

Ahí está Perico, con el inolvidable Francis Lafargue y es que en la memoria de ciclismo, los maillots son mucho más que tela y publicidad.

Son piel, historia y símbolo.

Cada generación guarda el suyo, ese que, al verlo, despierta el ruido de una fuga o el eco de una meta en alto.

CCMM Valenciana

Aquí va mi lista, tan subjetiva como sentimental

Como digo el Reynolds de Perico ocupa el primer lugar.

Ese degradado de azules, limpio y elegante, fue la bandera de un ciclismo español que soñaba a lo grande.

Lo ves y hueles a los Alpes, a Delgado escapando con Rooks camino de Alpe d’Huez.

Luego llegó Banesto, sí, pero el encanto de aquel Reynolds era puro y sincero.

Por detrás, el Z de Lemond, ese cómic convertido en maillot.

Azul degradado, la Z gigante y una modernidad que anticipó los noventa.

Lemond lo llevaba con una elegancia natural que hacía parecer que el ciclismo era, también, cuestión de estilo.

Y hablando de arte, el La Vie Claire de Tapie, Hinault y Lemond sigue siendo el cuadro más famoso sobre ruedas.

Mondrian reinterpretado en lycra, geometría pura que hizo del ciclismo un lienzo en movimiento.

Más atrás en la lista, el ONCE de 1990, amarillo y verde, fue un rayo de optimismo español en tiempos de Lemond y Bugno.

Diseñado con Etxe Ondo, nació para brillar… y lo hizo hasta en Japón.

El azzurri de la nazionale italiana no necesita explicación: cada puntada lleva un pedazo de orgullo patrio. Lo han vestido Bugno, Bettini, Nibali… cuando aparece esa maglia, sabes que la carrera se pone seria.

El Leopard de Andy Schleck y Cancellara es la elegancia moderna: limpio, blanco, negro, sin estridencias.

Minimalismo puro en tiempos de saturación publicitaria que creo marcó la tendencia.

El Molteni de Merckx es historia viva.

Marrón, sobrio, con una franja oscura: el ciclismo en su forma más pura.

Detrás, el olor a grasa, a salami y a gloria.

El campeón belga, en cualquier espalda, es poesía sobre dos ruedas.

Cuando Wellens gana en el Tour, se celebra por partida doble, por el ciclista y por esas franjas negro-amarillo-rojo nunca fallan, y cuando Bélgica se viste de celeste, roza la perfección.

Vamos con Castorama, el maillot-mono de Fignon y Guimard fue locura francesa, humor gráfico y talento.

Y el Team GB del Mundial de Cavendish, con su Union Jack estilizado, marcó la era moderna del ciclismo británico.

Son solo maillots, dicen. Pero cada uno es un pedazo de nuestra memoria ciclista.

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Ciclismo antiguo

DEP Luis Zubero

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Luis Zubero podía hablar de diez años del ciclismo que muchos sólo podemos imaginar

Luis Zubero se ha marchado a los 77 años, y con él se va un pedazo del ciclismo vasco de verdad, de aquel que olía a grasa, a tubular caliente y a lluvia en los puertos de Euskadi.

Nacido en Zeberio en 1948, Zubero fue corredor del mítico equipo KAS, siete temporadas vestido de amarillo limón, cuando el ciclismo era una escuela de vida más que un escaparate.

Entre 1968 y 1976 rodó junto a los gigantes —Merckx, Poulidor, Thévenet, Ocaña—, y en sus piernas quedaron cuatro Tours, dos Giros y una Vuelta.

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Su palmarés cabría en pocas líneas, pero su historia ocupa muchas más. Campeón de España amateur en 1967, olímpico en México y dos veces ganador en 1970, Zubero representó esa casta de ciclistas que no necesitaban alardes para ser grandes.

Fue decimoquinto en el Tour del 70, segundo en Grenoble tras Merckx, y aun así hablaba de aquel día con la modestia de quien se sabía afortunado por simplemente estar allí, pedaleando entre los mejores.

Pero su verdadera carrera empezó después de colgar la bici.

En 1977 abrió Ciclos Zubero, en el corazón de Bilbao, y convirtió aquel taller en un santuario para generaciones enteras. Entre llaves Allen y cuadros de acero, enseñó que una bicicleta no era sólo un objeto, sino una forma de entender la vida.

Los buenos amigos que me ha dado el ciclismo, eso ha sido lo mejor”, decía, y en esa frase se escondía todo su legado.

Zubero tenía alma de mecánico poeta.

Hablaba de los conos, de las ruedas Clément o de una holgura milimétrica como quien describe una sinfonía.

Miraba el ciclismo moderno con una sonrisa entre irónica y tierna: “Desde cadetes ya tienen bicis de tope de gama… nosotros las hacíamos rodar con cariño”.

Era un hombre del detalle, del esfuerzo y de la conversación amable al borde del mostrador.

Hasta el final siguió saliendo en bici.

Las eléctricas, decía, le habían salvado: “Ahora subo Morga y llego a casa más a gusto que nunca”.

Y uno imagina que sí, que allá arriba, donde el viento sopla limpio y las cumbres se confunden con el cielo, Luis Zubero sigue pedaleando despacio, disfrutando del camino.

Porque hay ciclistas que nunca se bajan de la bici.

Imagen: Diario Noticias

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Ciclismo antiguo

¿Chava o Heras? yo el segundo

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Si Chava Jiménez era la vedette, Roberto Heras era cabeza de cartel

En la foto, amarillenta ya por los años, posan seis tipos que huelen a otro tiempo: Beloki, Heras, el Chava, Olano y Escartín.

Una alineación de lujo de ese ciclismo de los noventa que vivía aún bajo la sombra de Indurain, cuando España seguía creyendo que todo lo que subía un puerto llevaba ADN navarro.

Allí estaban, los herederos del gigante, intentando sobrevivir a la comparación imposible.

CCMM Valenciana

En medio de todos, dos nombres que aún hoy dividen sobremesas y recuerdos: Roberto Heras y José María Jiménez.

Dos castellanos de pura cepa, vecinos casi de mapa, pero separados por un mundo entero de carácter.

El Chava era chispa, un vendaval con alma de rockstar

Cuando atacaba, lo hacía como si se jugara la vida, y el público se lo compraba entero.

Lo veías subir, retorciéndose, medio desatado, y entendías por qué la gente llenaba cunetas solo por verle pasar. Era el ídolo que no necesitaba ganar para ser querido.

Heras, en cambio, era otra historia

Silencioso, preciso, sin necesidad de aspavientos. Mientras el abulense levantaba brazos, el bejarano miraba el potenciómetro antes de que existieran los potenciómetros.

Frío en carrera, amable fuera de ella, como esos ciclistas que no hacen ruido pero ganan donde hay que ganar.

Sus caminos se cruzaron menos de lo que el recuerdo colectivo cree. Cuando el Chava volaba en el 98, Heras trabajaba para Escartín en el Kelme.

Y cuando el bejarano ganó la Vuelta, el ídolo de El Barraco ya no estaba para pelear.

Aun así, la afición se empeñó en compararlos, como si el ciclismo fuera una cuestión de temperamento.

La prensa, que entendía de ciclismo lo justo, ayudó poco. Se construyó un mito alrededor del Chava tan desbordado como su propio carácter.

Y Heras, que ganó más, fue menos querido. Cuestión de narrativa, que dirían ahora.

Yo, que siempre fui resultadista, me quedo con el del Kelme.

Con ese escalador fino, metódico, que subía como si la montaña le debiera algo. El Chava fue emoción pura, sí, pero Heras fue eficacia.

Entre ambos, nos regalaron una rivalidad breve pero inolvidable, de esas que explican por qué seguimos mirando al ciclismo de los noventa con una mezcla de nostalgia, cariño y un punto de melancólica ironía.

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DESTACADO: Giro de Italia

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