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Ciclismo antiguo

Lo de Rominger y la Vuelta fue un win-win

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Pues sí Roglic y Rominger tienen muchas similitudes, sobretodo en la Vuelta

Cuando pones «Tony Rominger Vuelta» en Google, el buscador te sugiere Primoz Roglic y no es pos casualidad.

Desde hace mucho tiempo, escucho y leo cada vez más opiniones que hablan de dos ciclistazos que comparten muchas cosas, además de un evidente amor por la Vuelta ciclista a España.

Con Rominger y Roglic tenemos hasta la fecha una reivindicación de grandes ciclistas de siempre, con un palmarés espectacular que no necesitaron de ganar el Tour para estar en corazón del buen aficionado.

CCMM Valenciana

¿Ganará Roglic la Vuelta que desempate con Rominger?

Con el triunfo en la Vuelta 2021, Roglic se equiparó a Rominger.

El esloveno, como el suizo, ha encontrado en la grande española su teatro natural, una carrera amiga con la que ambas partes salen ganando.

Es un win-win, una simbiosis perfecta, la carrera incrementa prestigio con ellos en el palmarés, y ellos engrosan el suyo en una gran vuelta.

En el caso de Tony Rominger, hay que decir que la Vuelta encontró una mano amiga que le fue muy útil.

Hasta inicios de los noventa, no fueron muchas las estrellas extrajeras que hacían parada obligatoria en España para ganar la Vuelta, como mucho Bernard Hinault, que se desgració la rodilla en aquella del 83, y posteriormente Kelly y Herrera.

Las estrellas mayores se identificaban más con el Giro, para competirlo o simplemente calentar para el Tour.

Rominger fue otra cosa para la Vuelta.

Costa Blanca- Diputació Alacant

Su fichaje por el equipo que caía bien a todos, el Clas Cajastur, fue un pelotazo de cuyos pormenores no estamos enterados, pero que darían para un serial, pues explicarían cómo uno de los mejores ciclistas del mundo deja las huestes de lo que sería ese año el Gatorade y se entrega a un equipo con sede en Asturias de tamaño medio-alto, pero para nada top mundial.

El fichaje de Rominger por Clas le centraba, claro está, en la Vuelta, como primer y gran objetivo de la campaña.

Luego si eso… el Tour.

Y lo hizo bien, ya lo creo que lo hizo bien.

Tony Rominger llevó el nombre de Clas hasta lo más alto de la Vuelta tres veces seguidas.

 

Las Vueltas de Rominger fueron, curiosamente, las últimas de abril…

Su dominio fue de menos a más.

Si a la edición de 1992 aterrizó a ver qué pasaba, la última que ganó, la de dos años después no dio ni opción ni respiro a los rivales.

En 1992, Tony Rominger lideró la conquista astur de la Vuelta con una carrera cuyo éxito basó en terreno que en teoría le era hostil, la etapa de Luz Ardiden, entre la niebla, antes de remontar en los Lagos para contener la diferencia de Perico.

En la crono definitiva, daría cuenta del amarillo de Jesús Montoya para auparse en el podio de la carrera en el año olímpico.

La siguiente edición sería extraordinaria en el mano a mano con Alex Zulle.

El de la ONCE llevó toda la carrera, literalmente a Rominger, hasta que en un mal paso en el Naranco, Zulle se fue al suelo por los riesgos que tomó Rominger en el descenso de la Cobertoria.

Qué día aquel en el Naranco, qué cabreo de Manolo Saiz viendo cómo la afición llevaba en volandas al suizo de su equipo.

Un día de curiosa unión de una zona en concreto con un equipo ciclista.

La última Vuelta de Rominger fue un castigo para los rivales.

Para ser breves: líder de inicio a fin, seis etapas y un podio decidido por siete y nueve minutos sobre Mikel Zarrabeitia y Perico Delgado, respectivamente.

Casi treinta años después, aún recordamos aquellas carreras, ediciones que cambiaron el paso de la Vuelta y que nos puso a Rominger en el corazón de muchos, tal y como sucede hoy con el amigo Roglic, el corredor que ha hecho de España su baza segura.

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Ciclismo antiguo

Gianni Bugno no ganaba por fuerza: ganaba por estética

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Gianni Bugno: la elegancia que dudó un segundo y perdió un Tour y los que vinieron

Ya lo veis ahí, con la tricolore, maillot eterno, Gianni Bugno.

Hay ciclistas que ganan carreras, y otros que ganan miradas.

Gianni Bugno fue de los segundos.

CCMM Valenciana

Aquel italiano nacido en Suiza, con la raya al lado perfecta y la planta de actor francés, podía estar deshecho por dentro, pero por fuera era mármol.

Vestido con la tricolore, subiendo Alpe d’Huez sin casco, con gafas de espejo y el gesto impasible, parecía más modelo de Armani que campeón de Italia.

Ese maillot duró unos meses, pero dejó más huella que muchas temporadas enteras.

Con él ganó Burgos, San Sebastián y Zúrich antes de coronarse campeón del mundo en Stuttgart.

Pero aquel verano también dejó la escena que cambió su historia: el Tourmalet.

Indurain bajó a toda máquina, Chiapucci hizo de puente… y Bugno, Gianni el bello, dudó.

Esperó al coche. Un parpadeo. Dos minutos. Y adiós Tour.

Desde ahí, las trayectorias se cruzaron.

Indurain se vistió de amarillo para cinco años; Bugno empezó a vivir de recuerdos, y qué recuerdos.

Porque un año antes había hecho lo que casi nadie: ganar el Giro de inicio a fin.

Líder desde Bari hasta Milán, tres semanas de rosa sin un solo día flojo. Mottet, Giovanetti, Lejarreta… todos quedaron a más de seis minutos de un Bugno que no sudaba, simplemente rodaba. “No me llaméis campeón —decía—, eso sería ofender a Bartali y Coppi”.

Pura elegancia también para quitarse mérito.

Luego llegaron sus grandes días menores: aquel Alpe d’Huez de 1991 que ganó sabiendo que el Tour no era suyo, el sprint largo y demoledor de Benidorm, el Flandes del 94 donde dejó clavado a Museeuw con una arrancada de 300 metros.

Gianni no ganaba por fuerza: ganaba por estética.

Quizá le faltó sangre, o le sobró belleza.

Quizá dudó cuando había que morir un poco más.

Pero si hay una imagen que resiste los años, es la suya: agarrado del manillar plano, sin gesto de dolor, elegante incluso en la derrota.

Porque hay campeones que ganan, y otros, como Gianni Bugno, que nunca dejan de parecerlo.

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Ciclismo antiguo

Los 10 maillots más bonitos de la historia del ciclismo

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Los maillots que vistieron nuestros mejores recuerdos de ciclismo

Ahí está Perico, con el inolvidable Francis Lafargue y es que en la memoria de ciclismo, los maillots son mucho más que tela y publicidad.

Son piel, historia y símbolo.

Cada generación guarda el suyo, ese que, al verlo, despierta el ruido de una fuga o el eco de una meta en alto.

CCMM Valenciana

Aquí va mi lista, tan subjetiva como sentimental

Como digo el Reynolds de Perico ocupa el primer lugar.

Ese degradado de azules, limpio y elegante, fue la bandera de un ciclismo español que soñaba a lo grande.

Lo ves y hueles a los Alpes, a Delgado escapando con Rooks camino de Alpe d’Huez.

Luego llegó Banesto, sí, pero el encanto de aquel Reynolds era puro y sincero.

Por detrás, el Z de Lemond, ese cómic convertido en maillot.

Azul degradado, la Z gigante y una modernidad que anticipó los noventa.

Lemond lo llevaba con una elegancia natural que hacía parecer que el ciclismo era, también, cuestión de estilo.

Y hablando de arte, el La Vie Claire de Tapie, Hinault y Lemond sigue siendo el cuadro más famoso sobre ruedas.

Mondrian reinterpretado en lycra, geometría pura que hizo del ciclismo un lienzo en movimiento.

Más atrás en la lista, el ONCE de 1990, amarillo y verde, fue un rayo de optimismo español en tiempos de Lemond y Bugno.

Diseñado con Etxe Ondo, nació para brillar… y lo hizo hasta en Japón.

El azzurri de la nazionale italiana no necesita explicación: cada puntada lleva un pedazo de orgullo patrio. Lo han vestido Bugno, Bettini, Nibali… cuando aparece esa maglia, sabes que la carrera se pone seria.

El Leopard de Andy Schleck y Cancellara es la elegancia moderna: limpio, blanco, negro, sin estridencias.

Minimalismo puro en tiempos de saturación publicitaria que creo marcó la tendencia.

El Molteni de Merckx es historia viva.

Marrón, sobrio, con una franja oscura: el ciclismo en su forma más pura.

Detrás, el olor a grasa, a salami y a gloria.

El campeón belga, en cualquier espalda, es poesía sobre dos ruedas.

Cuando Wellens gana en el Tour, se celebra por partida doble, por el ciclista y por esas franjas negro-amarillo-rojo nunca fallan, y cuando Bélgica se viste de celeste, roza la perfección.

Vamos con Castorama, el maillot-mono de Fignon y Guimard fue locura francesa, humor gráfico y talento.

Y el Team GB del Mundial de Cavendish, con su Union Jack estilizado, marcó la era moderna del ciclismo británico.

Son solo maillots, dicen. Pero cada uno es un pedazo de nuestra memoria ciclista.

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Ciclismo antiguo

DEP Luis Zubero

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Luis Zubero podía hablar de diez años del ciclismo que muchos sólo podemos imaginar

Luis Zubero se ha marchado a los 77 años, y con él se va un pedazo del ciclismo vasco de verdad, de aquel que olía a grasa, a tubular caliente y a lluvia en los puertos de Euskadi.

Nacido en Zeberio en 1948, Zubero fue corredor del mítico equipo KAS, siete temporadas vestido de amarillo limón, cuando el ciclismo era una escuela de vida más que un escaparate.

Entre 1968 y 1976 rodó junto a los gigantes —Merckx, Poulidor, Thévenet, Ocaña—, y en sus piernas quedaron cuatro Tours, dos Giros y una Vuelta.

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Su palmarés cabría en pocas líneas, pero su historia ocupa muchas más. Campeón de España amateur en 1967, olímpico en México y dos veces ganador en 1970, Zubero representó esa casta de ciclistas que no necesitaban alardes para ser grandes.

Fue decimoquinto en el Tour del 70, segundo en Grenoble tras Merckx, y aun así hablaba de aquel día con la modestia de quien se sabía afortunado por simplemente estar allí, pedaleando entre los mejores.

Pero su verdadera carrera empezó después de colgar la bici.

En 1977 abrió Ciclos Zubero, en el corazón de Bilbao, y convirtió aquel taller en un santuario para generaciones enteras. Entre llaves Allen y cuadros de acero, enseñó que una bicicleta no era sólo un objeto, sino una forma de entender la vida.

Los buenos amigos que me ha dado el ciclismo, eso ha sido lo mejor”, decía, y en esa frase se escondía todo su legado.

Zubero tenía alma de mecánico poeta.

Hablaba de los conos, de las ruedas Clément o de una holgura milimétrica como quien describe una sinfonía.

Miraba el ciclismo moderno con una sonrisa entre irónica y tierna: “Desde cadetes ya tienen bicis de tope de gama… nosotros las hacíamos rodar con cariño”.

Era un hombre del detalle, del esfuerzo y de la conversación amable al borde del mostrador.

Hasta el final siguió saliendo en bici.

Las eléctricas, decía, le habían salvado: “Ahora subo Morga y llego a casa más a gusto que nunca”.

Y uno imagina que sí, que allá arriba, donde el viento sopla limpio y las cumbres se confunden con el cielo, Luis Zubero sigue pedaleando despacio, disfrutando del camino.

Porque hay ciclistas que nunca se bajan de la bici.

Imagen: Diario Noticias

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Ciclismo antiguo

¿Chava o Heras? yo el segundo

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Si Chava Jiménez era la vedette, Roberto Heras era cabeza de cartel

En la foto, amarillenta ya por los años, posan seis tipos que huelen a otro tiempo: Beloki, Heras, el Chava, Olano y Escartín.

Una alineación de lujo de ese ciclismo de los noventa que vivía aún bajo la sombra de Indurain, cuando España seguía creyendo que todo lo que subía un puerto llevaba ADN navarro.

Allí estaban, los herederos del gigante, intentando sobrevivir a la comparación imposible.

CCMM Valenciana

En medio de todos, dos nombres que aún hoy dividen sobremesas y recuerdos: Roberto Heras y José María Jiménez.

Dos castellanos de pura cepa, vecinos casi de mapa, pero separados por un mundo entero de carácter.

El Chava era chispa, un vendaval con alma de rockstar

Cuando atacaba, lo hacía como si se jugara la vida, y el público se lo compraba entero.

Lo veías subir, retorciéndose, medio desatado, y entendías por qué la gente llenaba cunetas solo por verle pasar. Era el ídolo que no necesitaba ganar para ser querido.

Heras, en cambio, era otra historia

Silencioso, preciso, sin necesidad de aspavientos. Mientras el abulense levantaba brazos, el bejarano miraba el potenciómetro antes de que existieran los potenciómetros.

Frío en carrera, amable fuera de ella, como esos ciclistas que no hacen ruido pero ganan donde hay que ganar.

Sus caminos se cruzaron menos de lo que el recuerdo colectivo cree. Cuando el Chava volaba en el 98, Heras trabajaba para Escartín en el Kelme.

Y cuando el bejarano ganó la Vuelta, el ídolo de El Barraco ya no estaba para pelear.

Aun así, la afición se empeñó en compararlos, como si el ciclismo fuera una cuestión de temperamento.

La prensa, que entendía de ciclismo lo justo, ayudó poco. Se construyó un mito alrededor del Chava tan desbordado como su propio carácter.

Y Heras, que ganó más, fue menos querido. Cuestión de narrativa, que dirían ahora.

Yo, que siempre fui resultadista, me quedo con el del Kelme.

Con ese escalador fino, metódico, que subía como si la montaña le debiera algo. El Chava fue emoción pura, sí, pero Heras fue eficacia.

Entre ambos, nos regalaron una rivalidad breve pero inolvidable, de esas que explican por qué seguimos mirando al ciclismo de los noventa con una mezcla de nostalgia, cariño y un punto de melancólica ironía.

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DESTACADO: Giro de Italia

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