Ciclismo antiguo
La historia que no escribió Ottavio Bottecchia
En la figura de Ottavio Bottecchia residen todas las grandezas y miserias del primer ciclismo
Nunca está de más que hagamos mención esta vez del italiano Ottavio Bottecchia, aquel ciclista de más allá de los Alpes que se adjudicó con autoridad el Tour de Francia del año 1924, y repitió la misma gesta al año siguiente, dos hechos de importancia que marcan la categoría de esta atleta del pedal de otros tiempos. El segundo triunfo conseguido en la ronda gala lo alcanzó cuando llevaba cumplidos ya los treinta años. Con anterioridad había estado al servicio del acreditado ciclista francés Henri Pélissier, al que ayudó eficazmente en la victoria de éste precisamente en el año 1923. Bottecchia se clasificaría en segundo lugar, lo cual dio a entender al gran público que se trataba de un ciclista con sólidas posibilidades de éxito. No es nuestro deseo aquí el comentar o hacer eco de lo que fue al detalle su cotizada trayectoria deportiva y sus victorias, que no fueron pocas. Tan sólo deseamos hacer mención a ciertos hechos concernientes a su personalidad, un tanto sugestiva y a la vez un tanto diferente.
Era apropiado aplicar a Bottecchia aquella máxima que nos dice “que nadie es profeta en su tierra”. Aunque labró un aceptable historial en el país que le vio nacer, fue alejado de sus fronteras en dónde alcanzó una ostentosa fama como ciclista. En sus duros comienzos, se vio obligado a ganarse la vida como deshollinador y más tarde como albañil, cosa que le resultó más rentable para paliar o aminorar sus necesidades económicas.
Era un corredor completo, escalador y rodador al mismo tiempo. Tenía una faz angulosa que parecía transparentar cierta angustia que escondía en su fuero interno. En el fondo era un ciclista de apariencia misteriosa y un tanto inexpresivo en sus actitudes.
Una muerte terriblemente misteriosa
A la edad de 33 años, concretamente en 1927, se encontró su cuerpo sin vida al borde de una carretera regional ubicada en la provincia italiana de Udine, no lejana a su domicilio. A alguna distancia, se localizó la bicicleta con la que había salido a entrenar. Toda una oscura historia sin síntomas aclaratorios. Nunca se supo, ni se sabrá, si su muerte fue debida a un motivo personal, o bien por identificarse, políticamente hablando, contrario al régimen implantado en aquella época en tierras italianas por el estadista y dictador Benito Mussolini.
Bottecchia, por ejemplo, fue el primer corredor transalpino en vestir la inconfundible camiseta amarilla en el Tour, prenda que ostentó en el curso de seis jornadas, mientras estuvo bajo la tutela y el mando de Henri Pelissier (1923). Lo consiguió antes de que lo lograran aquellos dos inolvidables campeones del pedal apelados Fausto Coppi y Gino Bartali, un dúo inolvidable en la historia del ciclismo mundial. Bottecchia se crió bajo el lema de la necesidad junto a sus otros ocho hermanos. Era natural de un pueblo diminuto y perdido de entre montañas denominado San Martino de Colle Umberto, localizado en la zona del norte de Italia.
En el primer Tour que ganó (1924), vistió la casaca de amarillo desde el primer y al último día. Digno a consignar su triunfo destacado en la 6ª etapa con final en Luchon, con un poco más de un cuarto de hora de ventaja sobre su más inmediato perseguidor, tras cruzar la cadena pirenaica integrada por los puertos del Aubisque, Tourmalet, Aspin y Peyresourde, una verdadera pesadilla para los ciclistas. Fueron, además, 324 kilómetros.
¿Qué cantaba Bottecchia mientras pedaleaba?
Para situarnos en el presente relato hemos de hacer alusión al Tour de Francia del año 1924, que marcó un hito importante en su vida como ciclista. Es un tanto gráfico el relato descriptivo que escribió la pluma del famoso periodista Albert Londres, que quiso exponer en un rotativo francés a propósito de la etapa que finalizó en Luchon.
Escribía: “A pesar de todo lo que sucedía en aquella jornada dantesca, se salvaba de la quema un hombre, el de siempre, al que llamábamos Ottavio Bottecchia, vistiendo su camiseta amarilla que bien lucía. Llevaba tal ventaja sobre los demás participantes que nadie detectaba en dónde se encontraba. Le perseguimos sentados en nuestro automóvil durante una hora, a una velocidad de cincuenta y cinco kilómetros a la hora. Al pasar, acomodado en el vehículo que me llevaba, de vez en cuando apuntaba mi vista al fondo incluso de los barrancos tormentosos que lindábamos. Pero tampoco lo veía (!). Fue más adelante cuando al fin divisé algo que avanzaba: se trataba de la nariz un tanto afilada, muy afilada, que se abría paso cortando el aire. Era Bottecchia, el que seguía inmediatamente a su nariz. Por fin eché el guante al portentoso corredor. Pedaleaba sin sacudidas, regular como el balanceo de un péndulo. Era el único que parecía no hacer un esfuerzo superior a sus fuerzas. Había sacado aquel día dieciséis minutos al segundo, pero esta vez no cantaba su canción predilecta”.
Se ha escrito también que Bottecchia tenía la costumbre de cantar cuando en el pelotón multicolor reinaba la calma. Cantaba en italiano una canción que traducida decía más o menos así: “He visto los ojos más bellos del mundo, pero tan bellos como los tuyos no los he visto nunca todavía”. No sabemos hasta qué punto había que creer en las canciones taranteadas por el bravo ciclista italiano en plena carretera. Solía llevar unas sendas gafas para protegerse de los ardientes rayos de sol que incidían sobre su faz atormentada por el esfuerzo, con un grosor de polvo sobre los dos cristales que protegían sus ojos. No imaginamos que Bottecchia, con aquellos lentes oscuros, pudiera distinguir y admirar, así llanamente, aquellos ojos de las mujeres de la dulce Francia apostadas al borde de la ruta.
De gregario en el Tour a figura legendaria
Había nacido de una familia muy modesta. La necesidad, y aún sin descubrir en él su alta capacidad física, le llevó al territorio francés para tratar de mejorar su posición económica y social como así fue. Con motivo de la Primera Guerra Mundial ingresó en el ejército alcanzando en muy poco tiempo una meritoria distinción honorífica por la prestación de buenos servicios. Fue condecorado con una medalla de bronce que pudo lucir con cierto orgullo ante sus amistades. A partir de entonces se sintió identificado por el deporte de la bicicleta al formar parte de un escuadrón militar amparado por las dos ruedas. Cabe recalcar que Bottecchia aprendió a pedalear cuando contaba con la edad avanzada de veinte años, un factor realmente chocante.
En el año 1922, al conseguir ciertos éxitos en el mundo de las dos ruedas, fue contratado por el equipo francés Automoto-Hutchinson, que tenía un prestigio muy asentado por obra e impulso de Henri Pelissier, un ciclista de genio y muy popular en su país. Se identificó a Bottecchia como un buen elemento y con cualidades suficientes para colaborar en el equipo galo.
Pero el corredor italiano a la larga demostró que no valía para ayudar a los demás. Prefería pedalear por su cuenta y riesgo, cosa que le valió tener ciertas enemistades. Tenía el rostro terriblemente curtido por los rigores de la naturaleza. Llamaban la atención sus marcados pliegues que se dibujaban profundamente en su frente. Al ser tan hondas aquellas cicatrices delataban en la imaginación de muchos ciertos vestigios remanentes ante cualquier pelea callejera o a consecuencia de la misma guerra. Su rostro sufriente traducía en cierta manera las embestidas de la vida. Su naturaleza le marcó este rictus en una faz que denotaba estar afligida por los hechos.
La simple visión de cualquier rostro de cualquier persona nos delata más de lo que nos creemos acerca de su vida y de sus circunstancias. El rostro, dicen los expertos en la materia, es el espejo del alma.
Por Gerardo Fuster
Imagen tomada de www.marcatrevigiana.it
INFO
Ciclismo antiguo
Cuando la Vuelta era suiza
Los noventa fueron años «made in Suiza» en la Vuelta
La historia de Suiza en la Vuelta a España es curiosa.
Más de casi noventa años de historia de carrera y sus cinco victorias se concentran en los años centrales de la década de los noventa.
Entre 1992 y 1997 se corrieron seis ediciones de la Vuelta de las que cinco acabaron en manos de ciclistas helvéticos, con altunas particularidades comunes y otras que les hicieron antagónicos.
Tanto Tony Rominger como Alex Zulle vivieron sus mejores años en sendos equipos españoles.
El primero fue el fichaje estrella del Clas Cajastur en su último ciclo, dándole al equipo asturiano tres Vueltas del tirón.
El otro explotó de inicio ya en la ONCE, siendo líder un día en el Tour y gran rival de su compatriota en la siguiente Vuelta.
Y es que el cénit del dominio de Suiza en la Vuelta llegó en 1993.
Aquella fue la penúltima edición que se disputó entre abril y mayo resultando una carrera prototipo de aquella época.
Una participación muy doméstica, contadas estrellas internacionales y una meteorología que fue un martillo constante.
Mal tiempo, jornadas de frío y una lluvia pertinaz que resultó clave en la etapa más importante de aquella edición, la que finalizó en El Naranco.
Bajando La Cobertoria, Tony R0minger, en amarillo muy amenazado por Zulle, tomó unos metros que obligaron a la reacción y posterior caída del suizo de la ONCE.
Se estableció entonces una persecución que hace un tiempo nos contó Iñaki Gastón en primera persona que fue la locura para el henchido orgullo astur.
Rominger sentenció ese día su segunda Vuelta, situándola en medio de la primera, ganada con la clave de la jornada de Luz Ardiden, y la tercera, un éxito sin paliativos, dominando de inicio a fin la prueba y ganando, creo recordar, seis etapas.
Alex Zulle tendría su ventana de oportunidad años después.
En 1996, con el shock de la retirada de Miguel Indurain, Zulle tomó el mando y ya no lo soltó hasta el final, incluso tras un mal momento en Cerler, donde emergió la polémica sobre si su compi Jalabert debió haberse quedado con él.
Al año siguiente Zulle selló su segunda Vuelta ante la renovada y más ofensiva versión de Fernando Escartín y otro suizo que esos años andaba una barbaridad, Laurent Dufaux,
Éste, por cierto, había sido segundo un año antes en la Vuelta, entre Zulle y Rominger, consolidando la década más suiza de la Vuelta.
Imagen: El Comercio
Ciclismo antiguo
Entre Bahamontes y Loroño convivieron dos mundos
Pasaje de «Viva la Vuelta» en el que se habla de la rivalidad Loroño vs Bahamontes
Mientras que Bahamontes es conocido internacionalmente por sus hazañas en el Tour de Francia, carrera que ganó en 1959 y en la que triunfó seis veces en el premio de la montaña, Jesús Loroño forjó su palmarés sobre todo en España, por lo que es un personaje prácticamente desconocido más allá de los Pirineos.
Su rivalidad con Bahamontes marcó toda una época del ciclismo español, en la que los loroñistas y los bahamontistas discutían enconadamente intentando convencerse mutuamente de que Jesús era un corredor más completo y Bahamontes era el mejor escalador.
Nacido en un caserío de Larrabetzu, en la provincia de Vizcaya, el octavo de nueve hijos, Loroño tenía 11 años cuando estalló la Guerra Civil.
El pueblo estaba cerca del Cinturón de Hierro, la línea defensiva establecida por la República alrededor de Bilbao, donde Jesús se dedicaba a cavar trincheras por un duro al día.
Era demasiado joven como para ser internado en un campo de prisioneros, un destino que padecieron cinco de sus hermanos cuando el País Vasco cayó en manos de los sublevados.
Cuando su padre murió en 1941, Loroño tuvo que ponerse a trabajar duro, yendo en bicicleta al monte para cortar leña y ayudando en el caserío.
Empezó a competir en carreras de la zona, para las que entrenaba medio a escondidas, por las noches, bajo la amenaza de su madre de tirar la bicicleta por un barranco, porque temía que su hijo fuera a pillar una tuberculosis sudando en las frías y húmedas noches vascas.
Cuando estaba a punto de emigrar a Chile, donde ya vivía uno de sus hermanos, Loroño fue llamado al servicio militar, donde tuvo la suerte de tener a un aficionado al ciclismo como capitán, quien le animó a seguir entrenando.
Un día de 1947 Loroño pidió permiso para participar en una carrera de la zona, pero se le denegó; el capitán le dijo que solo se lo concedería si era para ir a Asturias a enfrentarse con los profesionales en la clásica Subida al Naranco, que Fermín Trueba había ganado los dos años anteriores.
Como difícilmente podía plantearse desobedecer órdenes, Loroño acabó en Oviedo tomando la salida de la prueba junto con los cracks de la época en lo que por entonces era una prueba de dos días, y sin dinero suficiente en el bolsillo para pagarse el viaje de regreso.
Con su tercera posición el primer día ganó dinero suficiente para cubrir sus gastos y confianza a raudales para afrontar la segunda etapa. Los ciclistas más curtidos miraban asombrados a aquel fornido joven vasco de cabellera negra y rizada y facciones marcadas que se atrevía a atacar al pie del Naranco.
En lugar de descolgarse acabó ganando no solo la etapa, sino también la clasificación general e incluso el premio de la combatividad.
Loroño acababa de ponerse en órbita, aunque el momento no era muy oportuno
El ciclismo español estaba todavía muy lejos de su plena recuperación, tal y como el fiasco del Tour de 1949 había demostrado.
Cuando Loroño debutó en la prueba francesa, en 1953, ganó la montaña y una etapa en los Pirineos; conseguiría su mejor clasificación, quinto, en 1957.
Tuvo la desgracia de correr en una época en que los ciclistas españoles cuando iban al extranjero estaban demasiado obsesionados con hacer acopio de recambios de calidad que no se podían encontrar en España como para dedicarse en cuerpo y alma al trabajo de equipo.
Hay motivos de sobra para pensar que, si hubiera tenido el apoyo adecuado, Loroño había conseguido mucho más, quizá llegando incluso a igualar las hazañas de su rival, quien gozó de más y mejores oportunidades.
Lejos de los verdes valles del País Vasco, Bahamontes había nacido en la Meseta calcinada por el sol, cerca de Toledo, donde desde muy joven trabajaba de repartidor, tirando de un carrito con su bicicleta.
En una entrevista concedida cuando cumplió 70 años, Bahamontes recordaba su infancia durante los años del hambre: “Trabajaba en el estraperlo y comía mondas de patata fritas y gatos asados como si fueran conejos. A los 17 años cargaba mi bicicleta con sacos de patatas de 150 kilos.
Y yo solo pesaba 56”.
Un trabajo agotador que lo iba a curtir de cara a su futura carrera como ciclista.
La fama le llegó en 1954, cuando Bahamontes ganó la montaña en el Tour de Francia al año siguiente de que lo hiciera Loroño, y 17 años después de Berrendero.
La historia de cómo se detuvo en la cima de un puerto para tomarse un helado mientras esperaba la llegada del pelotón hoy en día forma parte de la leyenda.
De hecho estaba perpetuando una tradición entre los ciclistas españoles; en los años 30 Berrendero y Ezquerra a menudo paraban para tomarse una cervecita rápida en la cima de los puertos. Hacerse con el premio de la montaña solo se consideraba inferior a ganar la general del Tour, ya que comportaba publicidad y contratos lucrativos.
La general se daba por perdida de antemano, y apuntar a las victorias de etapa se consideraba un desperdicio de energía que era mejor reservar para acumular puntos en la montaña.
Desde sus inicios como ciclista, Bahamontes fue etiquetado como un personaje.
Su silueta enjuta se distinguía con facilidad tan pronto como saltaba del pelotón: espalda recta, manos en el centro del manillar, marcando un ágil ritmo de pedaleo con movimientos acompasados de la cabeza. Su táctica habitual era lanzar una primera aceleración para ver cómo reaccionaban sus rivales. Entonces volvía a aumentar el ritmo, que pocos querían o podían seguir, ya que sabían que más tarde pagarían por ello.
A pesar de que eran rivales directos, Bahamontes y Loroño se vieron obligados durante años a compartir equipo.
Para buscar un símil moderno, imaginen que Óscar Sevilla y Aitor González, tras su choque en la Vuelta de 2002, se hubieran visto obligados a seguir en el Kelme y a participar en las mismas carreras en vez de separarse.
La atmósfera habría sido irrespirable. Bahamontes y Loroño fueron más comedidos en una época en que conseguir una plaza en el equipo nacional era el sueño de todo ciclista.
No obstante, su rivalidad no fue del todo negativa: según Ángel Giner, biógrafo de Bahamontes, “un héroe, ya sea ciclista o guerrero, nunca puede llegar a tal grado sin un enemigo al que vencer”.
Al forzarlos a compartir equipo se ponía aún más de relieve hasta qué punto sus personalidades eran incompatibles.
Loroño, el León de Larrabetzu, era un hombre reservado, enormemente orgulloso, a quien el fervor de sus seguidores vascos empujaba a dar hasta su último gramo de fuerza.
El Águila de Toledo era voluble y volátil, inclinado a actuar según extraños caprichos y aparentemente insensible a cualquier expectativa que se hubiera depositado en su persona.
Un día se elevaba a la altura de su apodo y dejaba a todo el mundo boquiabierto con sus portentosas escaladas de los puertos más exigentes, y al siguiente se comportaba como una gallina aturullada.
Su retirada del Tour de 1957 constituye otro hecho legendario: alegando que le dolía el brazo a causa de una inyección de calcio que le habían administrado aquella mañana, se quitó las zapatillas e invadió el pedazo de prado donde una familia francesa tomaba pacíficamente su piscolabis, sentándose en posición fetal y haciendo oídos sordos a todas las requisitorias que le lanzaron.
No estaba dispuesto a menearse, ni por su madre, ni por su mujer, ni por España, ni por Franco. Pero los aficionados acabaron perdonándolo, porque a un genio siempre se le perdonan sus momentos de debilidad.
Extracto de libro “Viva la Vuelta” publicado por Cultura Ciclista
Imágenes tomadas de www.euskomedia.org i pedaleoluegoexisto.blogspot.com
Ciclismo antiguo
Lo de Perico en la Vuelta son historias para nuestros nietos
La Vuelta fue con Perico un buen generador de historias
Hoy Perico Delgado pasea por las metas de la Vuelta a España, relajado y sonriente, momentos antes de cada final de etapa.
Hoy, al esciclista se le cae el carisma por los bolsillos, resultando un competidor imprescindible para entender su tiempo, pues quien niegue que le dio una gran popularidad a este deporte, directamente es un desmemoriado.
Otra cosa fueron sus dos victorias en la Vuelta a España, en las que Perico ganó, si, pero con los elementos muy a su favor.
Cayeron a su favor dos Vueltas, merecidas, no lo discuto, pero con historias merodeando que resulta interesante recordar, porque, por ejemplo, cuarenta años después resulta complicado entender que estaban pensado Robert Millar, el líder, y su director en la jornada casi final de la Vuela 1985.
El escocés, que es un clásico en las carreras de Perico, tenía encarrilada la Vuelta en su recta final.
Para Perico aquella estaba siendo una carrera a contrapié, más que el año anterior, cuando se había encontrado a las il maravillas.
Quizá por que la cosa no daba más, probó lo imposible sin saber que no lo era.
Se fue y alió con Pepe Recio en a jornada de Navacerrada, entre la niebla, tomando unos metros que en Peugeot, el equipo de Millar, no tuvieron en cuenta hasta que fue demasiado tarde.
Aquella jornada pasó a los anales de la memoria de muchos aficionados, como el ciclista capaz de cualquier golpe de guión en el momento más inesperado.
Perico construía un carisma ya notorio, asentado ya en resultados.
Para cuando quiso volver a la Vuelta, con la de 1988 sin correr y el consiguiente cabreo con JM García, venía en condición de ganador saliente del Tour de Francia,
En 1989, Perico controló perfectamente la Vuelta hasta el tramo final.
Ahí, en especial, en la Sierra de Guadarrama, la cosa se desmadró con los colombianos en tromba.
Iñaki Gastón, compañero de Fabio Parra, quien si habla de aquellos tiempos no quiere entrar en polémicas, nos recordó con cierta nitidez lo que vio entre Ivan Ivanov y Perico.
La historia dice que recibió ayuda del ruso a cambio de un sobre que algunos le vieron entregarle un día después.
Lo que sucedió lo saben ambos ciclistas, pero entre la niebla de Navacerrada y la jornada madrileña, no son pocos los que se cuestionan qué sucedió para que el amigo Perico acabara con dos Vueltas en el palmarés…
Ciclismo antiguo
Formigal es José Manuel Fuente
En el libro de Fuente, Formigal es un capítulo entero
Todos los grandes tienen un sitio y un día, el de José Manuel Fuente es un día de mayo de hace cincuenta años en Formigal.
Joan Plans fue una de las plumas más destacadas del ciclismo español en los años centrales del pasado siglo.
Acuñó el ciclismo en el decano de la prensa deportiva, El Mundo Deportivo.
Pero sus crónicas rebosantes de sapiencia tuvieron truco, antes fue ciclista, sí, de pista y carretera.
No en vano fue ocho veces campeón de España de velocidad.
Su crónica del día 10 de mayo de 1972 se iniciaba así:
“Lo que no hacen los hombres por su propia voluntad, lo hacen las montañas. Hoy hemos visto una etapa casi entera de gran ciclismo, de aquel, ciclismo que sólo obedece a las propias fuerzas de cada hombre y a la voluntad que se pone en la lucha. Cridas a esto, tenemos un nuevo e Inesperado líder”
Ese día no hubo matices.
Se hundieron todos los favoritos ¿todos? No, todos no.
Hubo uno, raza, coraje y talento, que emergió.
José Manuel Fuente, el Tarangu, el visceral escalador asturiano dio un nombre a Formigal.
Ubicó el enclave aragonés en el mapa.
La última cima pirenaica de esta Vuelta guarda una historia muy profunda,
Domingo Perurera dominaba la Vuelta de 1972. Llegaba la gran jornada pirenaica. En el Mon Repos se arma. Pepe Grande ataca, Fuente a su rueda. Colaboran juntos, mientras los compañeros del asturiano por detrás duermen la carrera en un sueño amarillo, por que todo es amarillo, el líder Perurena, pero también sus compañeros Lasa, Pesarrodona y González Linares.
Pero el día tiene un tipo desenfrenado. Fuente vuela solo antes de coronar Mon Repos. Grande cede por la cima minuto y medio, más allá de los cinco minutos pasa el pelotón.
La subida a Formigal asiste a la mejor jornada del Tarangu en la etapa que su ímpetu casó con la estrategia en un todo perfecto. Fuente no percibe el cansancio y en la cima sentencia la Vuelta a España de 1972 a cinco días de la conclusión en Donosti.
Al campeón le llueven los elogios, el calor popular, las rotativas y una buena cantidad de dinero.
Se embolsa en una jornada 36.000 pesetas de las entonces desglosadas en 15.000 por ganar la etapa más 8.000 por cada puerto que corona en cabeza y migajas recogidas en metas volantes y demás.
La Vuelta ha vuelto a Formigal varias veces, incluso hasta en pandemia, cuando no dejaron cruzar al Tourmalet, pero José Manuel Fuente hizo suyo el lugar para siempre
Imagen: El Blog del «Acebedo»
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