Ciclismo antiguo
El «farolillo rojo» también acaba el Tour
El farolillo rojo del Tour también tiene su glamour
Del último nadie se acuerda, eso lo he oído desde tiempos inmemoriales, pero lo cierto es que el término de «farolillo rojo», linterna roja si nos tomamos la traducción pies juntillas del francés, no es una cosa más en la historia del ciclismo.
La historia del farolillo rojo tiene mucho recorrido en el Tour de Francia.
Mirando atrás, en este mal anillado cuaderno, ya explicamos una vez qué significa el término «farolillo rojo» y su génesis…
Se dice de la «linterna roja» el último corredor de una carrera. Hasta aquí queda claro, pero el origen de la expresión viene de lejos, de hace más de cien años. Se les llama linterna roja en recuerdo a los pilotos rojos traseros de las diligencias o los de un convoy ferroviario.
El «premio» de la linterna roja se instauró rápido en el Tour de Francia en forma de popularidad para su titular. El último clasificado despertaba interés en los medios, sondeaban quién era, sus orígenes y quehaceres. Incluso ser el último podía ser un elemento de negociación para los bolos post Tour.
Y es que el premio de se «farolillo rojo» era sustancial, al punto que la historia, como casi siempre en estos casos se acabó liando.
Leemos que fue en el Tour de 1979 cuando dos corredores mantuvieron un duelo al sol por el farolillo rojo y su incentivo económico y de caché.
Nacex te lleva la bicicleta donde le digas
El austriaco Gerhard Schönbacher y el francés Philippe Tesnière estaban en la puja del Tour de 1979.
El segundo ya había sido farolillo rojo el año anterior, pero el primero le estaba planteando una dura batalla.
En la crono final de 48 kilómetros, Tesnière «echó el resto» marcando un crono que le dejaba por detrás de su rival, aunque, oh sorpresa, fuera del control.
Bernard Hinault le había metido poco menos de un cuarto de hora, dejando a su compatriota fuera de carrera.
Aquello para la organización del Tour había sido demasiado y se decidió quitar ese glamour económico al farolillo rojo.
La historia del Tour que finalizó el domingo es la de dos corredores que han vivido circunstancias diferentes.
A todos les gusta acabar el Tour, incluso siendo farolillo rojo, por eso Yoann Offredo estuvo ocupando la plaza bastante tiempo hasta quedar penúltimo en la coronilla de Val Thorens.
Offredo quien goza de una planta espectacular sobre la bicicleta y acostumbra a firmar largas escapadas la primera semana ocupó la última plaza esos días que Francia soñaba con el triunfo de Julian Alaphilippe.
Pero Sebastian Langeveld fue quien acabó en ese nivel.
Perjudicado por la crono de Pau que le dejó tocado un codo, Langeveld acabó el Tour como farolillo rojo, un año después de que su compañero Lawson Craddock, ese corredor que se hizo famoso por competir con el rostro muy afectado por la una caída y llegar hasta París.
Y es que farolillo rojo o no, lo que hacen estos deportistas es de superhombres, una hazaña, del primero al último que no somos capaces de imaginar.
El ciclismo es de todos los que se ponen un dorsal y acordarse del último es un acto de justicia.
Imagen: FB de EF Education First Pro Cycling
Ciclismo antiguo
Adiós, maestro Javier de Dalmases
Sin Javier de Dalmases perdemos un excelente relator de ciclismo
Hace ya un tiempo que hablé por última vez con de Javier de Dalmases, jubilado de El Mundo Deportivo.
Le invitamos al podcast, pero declinó.
El ciclismo —decía— le quedaba lejos.
Y sin embargo, había sido su casa durante más de treinta años.
Tres décadas en un rotativo histórico, más que centenario, que fue impulsor de carreras, promotor de actividad y espejo de un deporte que respiraba verdad.
Hoy, por desgracia, convertido en un panfleto para los ciegos del fútbol.
Leo que Javier ha muerto.
Y lo ha hecho joven, demasiado pronto, llevándose consigo un trozo de lo mejor que ha dado este oficio en el ciclismo.
Javier escribía de maravilla.
Hilvanaba historias con sencillez, con método, con claridad.
Le daba a esto de escribir otra dimensión: cuidaba la ortografía, el estilo, la estética.
Y lo hacía desde el terreno, narrando grandes carreras in situ, como quien pinta un cuadro desde el borde de la carretera.
Era un personaje.
Uno de los periodistas de peso en nuestra pequeña esfera ciclista, con proyección internacional y su nombre impreso en libros que aún rondan por casa desde que tengo uso de razón.
Un grande que se nos va.
Le conocí por primera vez en una llegada de la Vuelta a España, en Cerler, hace casi treinta años.
Zülle y Jalabert se disputaban una carrera que días antes había dejado Miguel Indurain, casi de manera prematura.
Recuerdo a Javier con su cuaderno en la mano, el gesto serio, la mirada limpia.
Su carácter era como su escritura: transparente, preciso, de calidad.
Le veo aún, enfadado con un periodista francés, no sé bien por qué, pero con esa pasión que solo tienen los que aman lo que hacen.
Con él se apagan un poco las luces de un tiempo en el que el ciclismo era el mejor caldo para las crónicas más ricas, más humanas, más verdaderas.
Pocos deportes retratan mejor la vida.
Y Javier lo hacía con maestría.
Descanse en paz, maestro.
Ciclismo antiguo
Gianni Bugno no ganaba por fuerza: ganaba por estética
Gianni Bugno: la elegancia que dudó un segundo y perdió un Tour y los que vinieron
Ya lo veis ahí, con la tricolore, maillot eterno, Gianni Bugno.
Hay ciclistas que ganan carreras, y otros que ganan miradas.
Gianni Bugno fue de los segundos.
Aquel italiano nacido en Suiza, con la raya al lado perfecta y la planta de actor francés, podía estar deshecho por dentro, pero por fuera era mármol.
Vestido con la tricolore, subiendo Alpe d’Huez sin casco, con gafas de espejo y el gesto impasible, parecía más modelo de Armani que campeón de Italia.
Ese maillot duró unos meses, pero dejó más huella que muchas temporadas enteras.
Con él ganó Burgos, San Sebastián y Zúrich antes de coronarse campeón del mundo en Stuttgart.
Pero aquel verano también dejó la escena que cambió su historia: el Tourmalet.
Indurain bajó a toda máquina, Chiapucci hizo de puente… y Bugno, Gianni el bello, dudó.
Esperó al coche. Un parpadeo. Dos minutos. Y adiós Tour.
Desde ahí, las trayectorias se cruzaron.
Indurain se vistió de amarillo para cinco años; Bugno empezó a vivir de recuerdos, y qué recuerdos.
Porque un año antes había hecho lo que casi nadie: ganar el Giro de inicio a fin.
Líder desde Bari hasta Milán, tres semanas de rosa sin un solo día flojo. Mottet, Giovanetti, Lejarreta… todos quedaron a más de seis minutos de un Bugno que no sudaba, simplemente rodaba. “No me llaméis campeón —decía—, eso sería ofender a Bartali y Coppi”.
Pura elegancia también para quitarse mérito.
Luego llegaron sus grandes días menores: aquel Alpe d’Huez de 1991 que ganó sabiendo que el Tour no era suyo, el sprint largo y demoledor de Benidorm, el Flandes del 94 donde dejó clavado a Museeuw con una arrancada de 300 metros.
Gianni no ganaba por fuerza: ganaba por estética.
Quizá le faltó sangre, o le sobró belleza.
Quizá dudó cuando había que morir un poco más.
Pero si hay una imagen que resiste los años, es la suya: agarrado del manillar plano, sin gesto de dolor, elegante incluso en la derrota.
Porque hay campeones que ganan, y otros, como Gianni Bugno, que nunca dejan de parecerlo.
Ciclismo antiguo
Los 10 maillots más bonitos de la historia del ciclismo
Los maillots que vistieron nuestros mejores recuerdos de ciclismo
Ahí está Perico, con el inolvidable Francis Lafargue y es que en la memoria de ciclismo, los maillots son mucho más que tela y publicidad.
Son piel, historia y símbolo.
Cada generación guarda el suyo, ese que, al verlo, despierta el ruido de una fuga o el eco de una meta en alto.
Aquí va mi lista, tan subjetiva como sentimental
Como digo el Reynolds de Perico ocupa el primer lugar.
Ese degradado de azules, limpio y elegante, fue la bandera de un ciclismo español que soñaba a lo grande.
Lo ves y hueles a los Alpes, a Delgado escapando con Rooks camino de Alpe d’Huez.
Luego llegó Banesto, sí, pero el encanto de aquel Reynolds era puro y sincero.
Por detrás, el Z de Lemond, ese cómic convertido en maillot.
Azul degradado, la Z gigante y una modernidad que anticipó los noventa.
Lemond lo llevaba con una elegancia natural que hacía parecer que el ciclismo era, también, cuestión de estilo.
Y hablando de arte, el La Vie Claire de Tapie, Hinault y Lemond sigue siendo el cuadro más famoso sobre ruedas.
Mondrian reinterpretado en lycra, geometría pura que hizo del ciclismo un lienzo en movimiento.
Más atrás en la lista, el ONCE de 1990, amarillo y verde, fue un rayo de optimismo español en tiempos de Lemond y Bugno.
Diseñado con Etxe Ondo, nació para brillar… y lo hizo hasta en Japón.
El azzurri de la nazionale italiana no necesita explicación: cada puntada lleva un pedazo de orgullo patrio. Lo han vestido Bugno, Bettini, Nibali… cuando aparece esa maglia, sabes que la carrera se pone seria.
El Leopard de Andy Schleck y Cancellara es la elegancia moderna: limpio, blanco, negro, sin estridencias.
Minimalismo puro en tiempos de saturación publicitaria que creo marcó la tendencia.
El Molteni de Merckx es historia viva.
Marrón, sobrio, con una franja oscura: el ciclismo en su forma más pura.
Detrás, el olor a grasa, a salami y a gloria.
El campeón belga, en cualquier espalda, es poesía sobre dos ruedas.
Cuando Wellens gana en el Tour, se celebra por partida doble, por el ciclista y por esas franjas negro-amarillo-rojo nunca fallan, y cuando Bélgica se viste de celeste, roza la perfección.
Vamos con Castorama, el maillot-mono de Fignon y Guimard fue locura francesa, humor gráfico y talento.
Y el Team GB del Mundial de Cavendish, con su Union Jack estilizado, marcó la era moderna del ciclismo británico.
Son solo maillots, dicen. Pero cada uno es un pedazo de nuestra memoria ciclista.
Ciclismo antiguo
DEP Luis Zubero
Luis Zubero podía hablar de diez años del ciclismo que muchos sólo podemos imaginar
Luis Zubero se ha marchado a los 77 años, y con él se va un pedazo del ciclismo vasco de verdad, de aquel que olía a grasa, a tubular caliente y a lluvia en los puertos de Euskadi.
Nacido en Zeberio en 1948, Zubero fue corredor del mítico equipo KAS, siete temporadas vestido de amarillo limón, cuando el ciclismo era una escuela de vida más que un escaparate.
Entre 1968 y 1976 rodó junto a los gigantes —Merckx, Poulidor, Thévenet, Ocaña—, y en sus piernas quedaron cuatro Tours, dos Giros y una Vuelta.
Su palmarés cabría en pocas líneas, pero su historia ocupa muchas más. Campeón de España amateur en 1967, olímpico en México y dos veces ganador en 1970, Zubero representó esa casta de ciclistas que no necesitaban alardes para ser grandes.
Fue decimoquinto en el Tour del 70, segundo en Grenoble tras Merckx, y aun así hablaba de aquel día con la modestia de quien se sabía afortunado por simplemente estar allí, pedaleando entre los mejores.
Pero su verdadera carrera empezó después de colgar la bici.
En 1977 abrió Ciclos Zubero, en el corazón de Bilbao, y convirtió aquel taller en un santuario para generaciones enteras. Entre llaves Allen y cuadros de acero, enseñó que una bicicleta no era sólo un objeto, sino una forma de entender la vida.
“Los buenos amigos que me ha dado el ciclismo, eso ha sido lo mejor”, decía, y en esa frase se escondía todo su legado.
Zubero tenía alma de mecánico poeta.
Hablaba de los conos, de las ruedas Clément o de una holgura milimétrica como quien describe una sinfonía.
Miraba el ciclismo moderno con una sonrisa entre irónica y tierna: “Desde cadetes ya tienen bicis de tope de gama… nosotros las hacíamos rodar con cariño”.
Era un hombre del detalle, del esfuerzo y de la conversación amable al borde del mostrador.
Hasta el final siguió saliendo en bici.
Las eléctricas, decía, le habían salvado: “Ahora subo Morga y llego a casa más a gusto que nunca”.
Y uno imagina que sí, que allá arriba, donde el viento sopla limpio y las cumbres se confunden con el cielo, Luis Zubero sigue pedaleando despacio, disfrutando del camino.
Porque hay ciclistas que nunca se bajan de la bici.
Imagen: Diario Noticias
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