Mundo Bicicleta
La carrera más verde del mundo
Conocí el Tro-Bro Léon en 2012. Fue mi segunda carrera con el Start Cycling Team en Europa, tras debutar con ellos en San Luis. Se suele disputar el día después del Tour de Finisterre, una carrera cercana, también de la Copa de Francia. Antes de correrla, mi director ya me había advertido que era una carrera especial, algo similar a Roubaix, pero con tierra en vez de adoquines.
Ahí llego yo con mis cuarenta años, con la ilusión de un neo, a un pueblo que está volcado en su carrera. Ya la presentación es un auténtico festival: una gran carpa, con gente comiendo, entre auténticos banquetes. Como me pasó en algunas carreras de Bélgica, había la gente me conocía, increíble, se acercaban con un cartón con mi foto impresa solicitando una firma. Había ido a muchas carreras, de todo tipo y tamaño, pero aquello para mí era nuevo, realmente chocante.
Otra historia fue la carrera. Estaba realmente cansado de Finisterre y decía medio en broma que no aguantaría ni la neutralizada, pues bien, la neutralizada fue un auténtico infierno, se salía a cuchillo ya desde ese momento y por delante unos 200 kilómetros de carrera totalmente desconocida para mí.
Los tramos de tierra se suceden como los de pavés en Roubaix y allí los mejores equipos disponen una logística que nuestro conjunto, mucho más modesto, no tenía. Auxiliares con ruedas, alimento y bidones y lo más increíble, aficionados tocando la gaita a nuestro paso. Sí la gaita, algo que te pone los pelos de punta y te anima, era todo muy bretón, como muy inglés.
También el paisaje, lomas suaves, redondeadas y verdes. La carrera transcurría por un par de circuitos largos más otro final más corto que se había de cubrir tres veces. En los primeros compases hacíamos un bucle que iba paralelo a la costa en muchas ocasiones, cada vez que veíamos el mar el viento entraba de forma salvaje y el desgaste se hizo notar.
En mi caso me pasó factura la tensión de querer entrar lo más delante posible en los tramos de tierra. El primero de ellos, lo abordé el último y por pura inercia pude entrar en el primer grupo. Los nervios y la tensión de estar siempre ahí, en el filo, y no perder las ruedas buenas hizo que me olvidara de comer. Craso error, me vino un pajarón encima de los que marcan época. Aunque parezca increíble no tuvimos ningún pinchazo. El recorrido era muy llano, salvo una bajada que era una trialera pura y dura en la que vi a un ciclista pegarse una castaña considerable al partir la horquilla.
Justo en la entrada del circuito final un juez, dos gendarmes y una moto cruzada en la carretera me impidieron seguir. Sí, estaba fuera, eliminado. Mi incredulidad era enorme, pero al muy poco rato ya pasó el primer escapado. La decepción se apoderó de mí. había sido un día inolvidable, rodando mano a mano con grandes ciclistas como Fedrigo o Bodrogi. Acabar así fue una pena.
He corrido muchas carreras pero siempre que me preguntan digo que ésta es la “carrera más bella del mundo” y así lo es, porque es muy especial y singular, si a una se parece es la Rutland-Melton International que se corre por los bosques de Nottingham en recuerdo a la figura de Robin Hood. Y es que a veces el mejor ciclismo lo vemos ahí, en carreras que muchas veces no conocemos y que son auténticos tesoros.
Por Ibon Zugasti
Imagen tomada de www.cyclingtips.com
Ciclismo antiguo
Mende siempre será la cima Jalabert
Aquel día en Mende, Jalabert puso en jaque el quinto Tour de Indurain
Mende, dia D ¿qué te parece que llamen al lugar Montée Laurent Jalabert?
«Si te soy sincero me da bastante igual, quizá hubiera tenido sentido llamarle así al año siguiente pero…»
A Jalabert, aquel día hacia Mende, le secundaba el mejor Melchor Mauri jamás visto junto al australiano Neil Stephens.
Con ellos Massimo Podenzana, Dario Bottaro y Andre Peron. Los seis habrían de abrir un hueco más allá de los nueve minutos.
En Banesto no daban crédito.
Las piernas de los gregarios de Indurain al unísono no enjuagaban el desperfecto. Surgieron entonces varias tesis. A cola del pelotón se fraguaba la ayuda de otros equipos. El manejo de José Miguel Echávarri dio frutos apetecidos para mantener a raya la afrenta de Jalabert.
Mundo Bicicleta
En el Galibier somos como un pálido y vulgar animalillo
«En el Galibier somos como un pálido y vulgar animalillo; ante este gigante, sólo podemos quitarnos el sombrero y saludar con modestia»
La frase de Henry Desgrange, el padre del Tour, exclamada en 1911, define a la perfección lo que el ciclista siente cuando se tiene que enfrentar al gigante alpino en un terreno grandioso, inexpugnable hasta aquel entonces, donde incluso los más grandes campeones empequeñecen ascendiendo por su carretera ganada a los hielos, que cubren tres cuartas partes del año alcanzando los siete metros de manto blanco bajo las órdenes del general Invierno.
Territorio hostil, en su cumbre a 2645 metros sobre el nivel del mar reina el silencio y solo nos queda admirar. Y meditar. Por encima de la cota 2000 hay poca vida en sus laderas, quizás alguna marmota que se despereza del letargo hibernal, pero la actividad humana es prácticamente nula. Es el triunfo de la naturaleza sobre el hombre, en toda su expresión, un monumento hecho montaña donde solo llegar hasta allí arriba supone una victoria y ganar, la gloria, tocando el cielo con las manos.
Así debió sentirse Émile Georget -igual que Neil Armstrong cuando pisó la Luna-, al ser el primer hombre en pedalear por el túnel abierto en su cima, porque el francés, a diferencia del norteamericano, no puso pie durante las 2 h y 38 minutos que invirtió en toda su ascensión, «una gesta sin precedentes en los anales del ciclismo», tal y como tituló L’Auto en su portada del 11 de julio de 1911.
Siguiendo con la analogía, el mismo diario aquella fecha podría haber definido la épica etapa como un pequeño paso para el ciclista pero un gran salto para el ciclismo mundial y el Tour, que con aquella montaña adquiría una nueva dimensión.
El túnel que la mayoría de vosotros conocéis ya estaba abierto en aquellos años, ya que fue nada menos que en 1891 cuando se construyó para comunicar a los vecinos de la Saboya con los de la Provenza, bajo 90 metros de piedra y roca y 365 de largo, tantos como días tiene el año. Poco se podían imaginar que 20 años más tarde alguien montado en aquel invento reciente sería capaz de semejante hazaña.
Le habrían tachado de loco, de lunático, pero así fue para asombro de los aficionados a este increíble deporte que se engancharon a un espectáculo sin igual en el que los ciclistas «fueron capaces de ser alados y elevarse hasta unas alturas donde ni siquiera llegan las águilas», como también pronunció en su día el propio patrón de la Grand Boucle.
Por aquí volaron Fausto Coppi en el Tour del 52 «escalando como un teleférico deslizándose por su cable de acero» (Goddet), Charly Gaul en 1955, Bahamontes en el 64 o Anquetil dos años más tarde en una de sus mejores vuelos.
El Galibier es un paso de montaña casi tan viejo como la propia Humanidad. Se dice que esta ruta se fue trazando siguiendo los pasos de contrabandistas y vendedores ambulantes que desafiaban el frío y las ventiscas de nieve incluso en verano. Acceder a uno de los otros valles era como hacerlo a la cara oculta de la Luna, a un territorio desconocido, otro mundo.
Sin embargo no fue hasta 1979 cuando el coloso da su estirón definitivo y crece nada menos que 89 metros, alcanzando los 2645 actuales. En efecto, el viejo túnel se resintió de una sus bóvedas y amenazaba con desplomarse de un momento a otro.
Se cerraron sus grandes portalones de madera durante 25 años y se construyó una nueva carretera para cruzar el paso en forma de curvas diseñadas «a la mula», mil metros más de escalada al 10%, convirtiéndose en el tramo más duro de toda la ascensión, siendo Lucien Van Impe, aquel mismo año, el primero en estrenarlo pasando en solitario en cabeza.
Aunque las puertas del túnel fueron abiertas de nuevo en el año 2003, después de las reformas que ya permitían el paso incluso de autocares, el Tour prescinde de él y prefiere el nuevo tramo que lleva a la cima, para disfrute de los aficionados que sienten en aquellas nuevas rampas toda la épica de los esforzados de la ruta que se convierten en gigantes cuando hollan su cumbre, igual que lo seréis vosotros si superáis el miedo escénico del cartel «Col du Galibier: 35 km», saliendo de St Michel de Maurienne. Más que un fuera categoría, un puerto de otro planeta.
Por Jordi Escrihuela
Imagen: Ciclismo Épico
Mundo Bicicleta
Mi querido Miguel Delibes
La bicicleta y el ciclismo ocuparon grandes ratos de la vida de Miguel Delibes
Cuenta El País que Miguel Delibes tuvo siete hijos, dieciocho nietos y dos bisnietos.
Nosotros sabemos que Miguel Delibes fue un genio de la arquitectura dela letra y un apasionado, un fiel seguidor de la bicicleta y el ciclismo que hace unos meses nos describió Angel María de Pablos en compañía de Peio Ruiz Cabestany
No fue por eso extraño que aquí nos hiciéramos eco de la primera pieza que La Biciteca publica en su renglón “Re-ciclados” que no es otra que “Mi querida bicicleta” firmada por el literaro como testimonio y pieza de que esta máquina fluye y construye los sueños en la vida de muchas personas.
Porque Delibes no crece con los años, ni evoluciona con el tiempo, se hace, se construye a través de la bicicleta.
Así lo dejó escribo en este manual. Su vida son capítulos en forma de eslabones, los eslabones de la cadena que mueve su bicicleta.
Aprendió a ir en ella, en círculos, sin apoyarse, hasta que el sol cayó, sin saber cómo aterrizar. Con ella supo disimular la debilidad, conoció el amor, consumó ese amor y tuvo hijos y nietos que se envenenaron de tal cariño.
Delibes siempre dijo que el oscuro deseo de cualquier persona era coronar primero el Tourmalet, como si en el gen hispano existiera ese componente de escalador, de sufridor de la vida.
Como decimos La Biciteca se apresuró en reeditar esta pequeña joyita que viene ilustrada por Luis Horna en un todo, un círculo, donde letras y trazos saben hilar una narración sencillamente prodigiosa por su sinceridad.
Un cuadro íntimo, en el que la bicicleta desnuda a uno de los grandes de las letras castellanas.
Imagen: Rutas Pangea
Mundo Bicicleta
El ciclista del Xorret de Catí
En la cumbre de Xorret del Catí espera un ciclista como en el Tourmalet
Xorret de Catí, «la cima de los Jiménez». Un puerto chiquito pero matón, como lo denominan los que han osado a enfrentarse a sus duros 4 km de ascensión desde la población alicantina de Castalla, sin desmerecer de modo alguno su otra vertiente, la de Petrer, uniendo ambos pueblos salvando el magnífico medio natural de la Sierra del Maigmó.
Nos trasladamos al año 1998 y la Diputación de Alicante decide promocionar el Hotel de su propiedad que hay después de coronar el puerto por su vertiente más dura. Por tanto, la aparición de esta montaña en el mundo del ciclismo y más concretamente en la Vuelta a España, inédita hasta aquel momento, respondía más bien a un motivo comercial, más que deportivo o geográfico, pero no deslució estos dos últimos dos conceptos, ya que la ascensión fue una sorpresa mayúscula para todo el pelotón.
En septiembre de aquel mismo año, días antes de correr aquella etapa marcada en rojo en el calendario, el pánico se apoderaba de los corredores. Sólo los Kelme, que habían estado concentrados en dicho hotel, lo conocían, asegurando que se habían retorcido en sus breves pero brutales rampas al 18, 22 y hasta el 23% de desnivel. Datos que lo hacían muy temible.
Hasta Álvaro Pino tuvo que responder ante los medios informativos sobre la gran dureza de la subida: «Es dura, ciertamente, pero tiene 3 km. No vayamos a hacer un Tourmalet del Xorret de Catí».
El primero en dignificar este puerto ganando aquí, después de coronar y bajar los 3.400 m de distancia que le separaban de meta, fue el añorado «Chaba» Jiménez. Después, casualidades de la vida, fue otro Jiménez, Eladio Jiménez, quien recogía el testigo de su tocayo de apellido ganando nada menos que en dos ocasiones, en el año 2000 y 2004. Aún recuerdo sus declaraciones después de ganar su primera etapa: «Es un puerto que si lo entras pasado, al poco rato parece que no avanzas».
Anteriormente a su segundo triunfo, el 26 de febrero del 2003, el entonces presidente de la Diputación de Alicante, Julio de España, tuvo el honor de inaugurar el Monumento al Ciclista en una jornada festiva en la que participaron niños de 40 colegios, para homenajear a ambos ciclistas. Sus nombres quedaron grabados en una placa en la propia piedra que soporta la escultura.
Situada a unos 300 m de la meta, cerca del Área Recreativa y justo delante del parking del Hotel, el monumento fundido en bronce y con unas medidas de 5x3x2 se ha convertido por derecho propio en lugar de visita obligada para todo aquel cicloturista que afronte sus endiabladas rampas y se fotografíe junto a este «Monumento al Valor», como lo definieron en su día los amigos Ander y Juanto, porque valor, y mucho, hay que tener para ascender hasta aquí.
El Ciclista, prácticamente de tamaño natural, nos recuerda a otro gran Ciclista: el Gigante del Tourmalet. La obra pertenece al escultor alicantino Vicente Ferrero Molina nacido en el año 1944 y toda una eminencia en Bellas Artes: catedrático, doctor, ex-director del Museo de Bellas Artes de Alicante y miembro del Consell Valencià de Cultura.
El lugar volvió al mapa de la Vuelta a España, en año 2009, ganando el gallego Gustavo César Veloso, de momento el último español en inscribir su nombre en la placa homenaje a los ciclistas, pues le siguieron dos franceses, David Moncoutié y Julian Alaphilippe.
En 2023 tendremos un nuevo nombre en la cima de los Jiménez…
Por Jordi Escrihuela
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