Ciclismo antiguo
Icono Coppi
Faustino Coppi, más conocido como Fausto, falleció el 2 de enero en un hospital de Tortona (norte de Italia), víctima de un ataque de malaria fulminante. Tenía 40 años recién cumplidos, una deslumbrante y colosal trayectoria deportiva a sus espaldas y una vida dorada por delante de mito viviente millonario, adulado e idolatrado por todo el arco social italiano y de parte del extranjero. Desde aquel día su figura, lejos de deslizarse discretamente hacia el olvido, como la de tantos y tantos ídolos de masas tragados por el cráter sin fondo que va dejando paso del tiempo, no ha cesado de agigantarse y universalizarse. Por lo menos en el microcosmos, cada vez menos “micro” y más “cosmos”, del ciclismo, un deporte hijo de la modernidad maquinista de finales del XIX que está viviendo una segunda juventud dorada en el siglo XXI de los megabytes, la ultraconectividad y los móviles más inteligentes que algunos de sus amos.
Como cualquier buen aficionado con ínfulas de connoisseur, he sentido atracción por Fausto Coppi casi desde que tengo uso de razón pedalística. Más allá de su palmarés, que siendo monumental palidece al lado de un Merckx, o mejor dicho, además de su palmarés rutilante, lo que hipnotiza de Coppi es su imagen. Ese rostro de pómulos afilados, mejilla chupada y perfil aquilino (o sea, de águila); ese pelazo azabache embadurnado de brillantina y milimétricamente repeinado con su raya al lado como hachazo certero; esas gafas de sol tan cool en aquella época de vulgaridad y miseria; esas piernas largas, torneadas, de muslos descomunales y gemelo escuchimizado, como de pata de rana, rematadas por esas zapatillas de cuero negro agujereado, lustrosas de betún en las salidas, pringadas de barro y polvo en las meta; esa bicicleta Bianchi de tubería de acero delgada, un solo plato y cuatro piñones; esas gafas de aviador de la Primera Guerra Mundial con elástico para ceñírselas, que le daban un inquietante aire de mosquito gigante; esa media sonrisa perenne y hierática de superestrella acostumbrada a lidiar con las estampidas de los tifosi, algo ratonil con sus prominentes y blanquísimos incisivos asomando bajo el fino labio tensado…
Coppi era, en vida, uno de los ejemplos más acabados de lo que en la cultura de masas se llama un icono, cualidad o estatus que su muerte no hizo más que amplificar en sucesivas ondas expansivas. Un estatus redondeado por una vida personal novelesca en el sentido más amplio de la palabra: protagonista prototípico de lo que los ingleses llaman una historia “from rags to riches” (de los harapos a la riqueza), il Faustino, como lo llamaban en casa, ganó el Giro con escasos 20 años; batió el récord de la hora con 23; fue enviado al frente tunecino durante la Segunda Guerra Mundial, donde fue hecho prisionero en un campo inglés; padeció numerosas caídas graves durante su trayectoria ciclista, alternadas con momentos mágicos de estado de gracia atlético; vio cómo se mataba su hermano Serse en un estúpido accidente en bicicleta con las vías del tranvía de Milán; se separó de su primera esposa y vivió en pecado con una hermosa e intrigante mujer divorciada, con la que tuvo un hijo… Por no hablar de su prematura, asombrosa e inexplicable muerte, más propia de una estrella del rock que de un deportista recién retirado en la plenitud de la edad.
Coppi il mito, un hombre cuya aureola ha saltado mucho más allá de las fronteras del deporte del pedal y de las de su época de grandes catástrofes, grandes miserias y grandes esperanzas, merecía un buen libro en castellano. La edición de Cultura Ciclista del clásico de William Fotheringham, La pasión de Fausto Coppi, lo es, y mucho. Ya me perdonarán la inmodestia de editor satisfecho.
Por Bernat López, editor de Cultura Ciclista
Imagen tomada de espn.go.com
Ciclismo antiguo
1994: La Flecha Valona que cambió el ciclismo
Nada fue igual tras la Flecha Valona de 1994 y los azules haciendo pleno
La primera parte de los noventa se tiene como la época más oscura de la historia del ciclismo y muchos toman la Flecha Valona de 1994 como el cénit.
No son pocos los testimonios que hablan de un ciclismo psicodélico, de corredores que no corrían, volaban, de cosas raras, de podencos hechos caballos de carreras,…
Testimonios no faltan.
Dos son elocuentes. Greg Lemond justifica parte de su declive por las dos velocidades de aquel ciclismo, un salto de rendimiento que apuntaba una sustancia cuyas siglas eran EPO. David Millar habla en su libro de sus primeras carreras como algo inalcanzable, no había ni roto a sudar que el pelotón ya les había dejado de rueda.
#DiaD 20 de abril de 1994
En el año 94, la Vuelta a España seguía disputándose en abril.
En la antesala de la misma estaba el tríptico de las Ardenas, pero en orden diferente al actual. Una semana después de Roubaix, se corría la Lieja, luego la Flecha Valona y finalmente la Amstel, posteriormente vendría la Vuelta que en esa ocasión dominaría a placer Tony Rominger.
La Flecha Valona se presentaba como la reválida para Eugeny Berzin. El ruso de rubia cabellera había ganado en Lieja días antes y era la punta de lanza del potente Gewiss. Por nombres el equipo celeste copaba las apuestas, sin embargo, los italianos no querían ganar, querían sencillamente coparlo todo.
En el llano que precedía el muro de Huy, Berzin, que iba insultantemente fácil, tomaba unos metros sin que nadie osara seguirle, salvo sus dos compañeros Moreno Argentin y Giorgio Furlan. En la cima de Huy Argentin culminaba la masacre, siendo primero por delante de sus dos colegas.
“Ellos ruedan y nosotros nos quedamos. Hacen que ir en bici parezca sencillo, no necesitan ni preparar estrategia alguna” dijo Gérard Rué, el gregario de Miguel Indurain, preso de la incredulidad.
Los peores temores que circulaban por el pelotón se hacían realidad y las sospechas no tardaron en plasmarse cuando al día siguiente en una conversación entre Michele Ferrari y varios periodistas, en una pedanía de Lieja, el galeno afirmaba sin pudor:
“Si yo soy ciclista y sé que hay una sustancia que mejora el rendimiento y otros la usan, yo también la utilizaría. La EPO no es mala, sólo lo es si abusas de ella, como si te atiborras de zumo de naranja”.
En efecto, el ciclismo de dos velocidades ya era un secreto publicado y público, la caja de pandora se había abierto, estallaría en pocos años…
Imagen: Cronoescalada
Ciclismo antiguo
Amstel Gold Race by Jan Raas
Nadie dominó la Amstel Gold Race como Jan Raas
Jan Raas fue una de las esas buenas figuras que tuvo el ciclismo a finales de los setenta y principios de la siguiente, que hizo de la Amstel Gold Race su feudo, se la llamó «Amstel Gold Raas».
Nacido en 1952, fue posiblemente el primer ciclista con pinta de intelectual.
Todo un espejo donde se miró el maître Fignon.
Fue posiblemente el gran valedor de esa megaestructura neerlandesa llamada Ti Raleigh comandada por Peter Post.A Raas la victoria le gustaba más que a un tonto un lápiz
Era perrete, parecía italiano más que ciudadano del respetable reino neerlandés.
Gustaba, además, de tomar el pelo a los rivales.
Su último gran triunfo fue en el Tour de 1984, una etapa donde puteó con tino al visceral Marc Madiot, hasta que le rebañó la victoria toda vez que le había asegurado que no estaba para dar relevos.
Sin embargo tuvo gestos encomiables, como cuando renunció al amarillo en un prólogo muy condicionado por la furiosa lluvia.
Eso sí, al día siguiente se empleó a fondo para vestirlo en buena lid.
Éste era Jan Raas
En 1977 Jan Raas ganó su primera Amstel, poco después de hacerlo en San Remo
Ciclismo antiguo
El Tourmalet, Indurain, Chiapucci…
1991, en aquella subida y bajada al Tourmalet no sólo sucedió el gran salto de Miguel Indurain
No sé cómo, aunque puedo imaginarlo, el otro día el algoritmo me recomendó echarle un ojo a este vídeo que me llevó directo al Tour 1991, el Tourmalet, Indurain, Chiapucci y cia.
Dicen que el tiempo da perspectiva, que alejarte de proporciona mejor visión de los sucedido y sin duda de las consecuencias y en esta ocasión pude corroborarlo.
Ver aquella grabación me gustó, con los cortes de voz de Pedro González en TVE y Javier Ares y Luis Ocaña en las retransmisiones de radio de José María García.
Total que me papeé toda la subida y bajada a aquel histórico paso por el puerto más emblemático del Tour de Francia, una jornada que 33 años después sigue siendo histórica por lo mucho que pasó en aquella subida.
Recordad que la carrera venía de España, de Jaca, donde la hinchada se había decepcionado fuertemente con la actitud de los Banesto por no empezar a asediar el liderato de facto de Greg Lemond, dorsal 1 y gran favorito.
De hecho, durante un momento de la subida, el narrador de TVE, Pedro González, afirmaba que al americano se le veía seguro y fuerte, con visos de salir de amarillo aquella jornada de 250 kilómetros.
Sin embargo, Luis Ocaña no tenía tanta confianza en el americano, su lenguaje corporal no invitaba al optimismo y acertó.
Estábamos presenciando un cambio generacional en toda regla y no éramos conscientes de ello.
Con Chiapucci abriendo camino en el Tourmalet, e Indurain siempre pegado a su rueda, Perico ya había cedido, Fignon nadaba contracorriente y Lemond acabaría descolgado.
Los de la generación del 64 -a la que perteneció también nuestro invitado del otro día, Raúl Alcalá, aunque en esa etapa ya se había retirado- habían derribado la puerta a por el trozo gordo del pastel.
Y no se irían en unos años, encabezados por Miguel Indurain.
Sin saberlo en esos instantes, estábamos viendo un cambio de orden y la marcación de las jerarquías en ese mismo orden, puesto que el momento de duda de Gianni Bugno, una vez pasado el descenso del Tourmalet le sacaría para siempre de las quinielas del Tour de Francia.
El Tourmalet siempre ha sido mágico, el gran anfiteatro del ciclismo, ha tenido mejores y peores ediciones, pero aquella tarde de julio de 1991 fue el gran «revolucionario» del ciclismo que nos asaltaba y marcaron los años más felices viendo este deporte.
Por suerte, mirándolo ahora, aquella magia, el cosquilleo anterior a las grandes carreras sigue y sólo espero que esa llama no se apague.
Ciclismo antiguo
Francesco Moser, “signore Roubaix”
En la leyenda de Moser, Roubaix es un lugar esencial
La historia es caprichosa, como muchas veces hemos dicho, y situamos a corredores en nuestro imaginario en una faceta que, aunque siendo cierta, no es la única que vistió su leyenda, sucede con Moser y Roubaix.
Por eso cuando la imagen más divulgada de Francesco Moser es la de ese ciclista ancho, profunda mirada, pelo negro, angulada cara y perfil corpulento, sobre la rompedora máquina con la que destrozó el récord de la hora en las altitudes de Ciudad de México, sólo es eso, una faceta, un perfil ideal, una forma de recordar un corredor que fue mucho más y logró mucho más.
Moser también tiene un Giro, el de 84, una carrera marcada por las múltiples influencias que concurrieron para que ganara un italiano ante la insolente juventud que despertaba de Laurent Fignon, que a todas luces fue el ganador moral de aquella carrera. Público hostil, helicópteros que empujaban en las cronos,… Moser tenía que ganar por lo civil o lo criminal. Así lo hizo.
Pero hay una tercera faceta, conocida aunque quizá menos por muchos, las clásicas, y es que Francesco Moser, ese ciclista de porte elegante, rodar agresivo y tremenda ambición, tiene en su palmarés nada menos que seis monumentos: tres Roubaix, dos Lombardías y una San Remo, un botín que le sitúa entre los mejores de siempre, especialmente en el Infierno del Norte, donde sólo le superan De Vlaeminck y Boonen.
De hecho Moser es el tercer mejor ciclista del mundo sobre los afilados adoquines encadenando, y eso sí que es difícil, por lo imprevisible de la carrera, tres triunfos consecutivos, logrados en un tiempo en el que las clásicas tenían grandes nombres de todos los tiempos, aunque especialmente uno, Roger De Vlaeminck, ese que llamaban el Gitano, que nunca tuvo amigos, ni siquiera en su propio equipo.
Así las cosas en la Roubaix del 78, Moser, arco iris a la espalda, arco iris que ganó en Venezuela, se presentó ante “Monsieur Roubaix” como alternativa ganadora a la mejor carrera del año.
El italiano, listo como el hambre, jugó sus bazas sin esperar instrucciones del gran jefe. Realizó dos ataques, primer a 23 de meta y luego a 18 para romper la resistencia de Maertens y Raas, mientras el influjo de De Vlaeminck se hacía notar.
Moser llegó solo al velódromo y De Vlaeminck echaba fuego. “Este tipo es un desagradecido” escupía por esa boca que no dejaba indiferente, como cuando dijo que las cuatro Roubaix de Boonen tenían menos mérito que las suyas.
Cabreado, el gitano cambió de equipo, a sabiendas que su tiempo, aunque glorioso, era caduco frente a las hechuras del joven Moser.
El belga al Gis, Moser en el Sanson.
En 1979 le ganaría por la mano otra Roubaix, dejándose segundo, sintomático.
Al año Francesco renovaría la corona en el infierno tras reaccionar a un ataque de largo radio protagonizado por Thurau. Moser arrastró a su sombra, De Vlaeminck, y a Duclos Lasalle. Les acabaría dejando. Era la tercera.
Pero si Roubaix fue el foco de su enemistad con De Vlaeminck, Lombardía fue otra de las cabezas de esa hidra de mil cabezas que fue su relación con Giuseppe Saronni.
En una rivalidad que para Italia era reverdecer los tiempos de Coppi y Bartali, Moser y Saronni entablaron su enemistad desde el momento que corrieron juntos el mundial haciendo de todo aquello que compitieran un corralillo de gallos enfermizos.
En ese clima se corría en la Italia a caballo entre los setenta y los ochenta y en ese clima Moser se llevó dos Lombardías, uno de ellos delante de Hinault, y San Remo, entrando solo en la Via Roma, tras desplegar toda su sabiduría en el descenso del Poggio.
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