Ciclismo antiguo
El Izoard sólo dio alegrías a Indurain
Izoard, uno de los colosos alpinos es «feudo Indurain»
Me han pedido que os hable del Izoard y de paso del gran Miguel Indurain, que os escriba, aprovechando nuestra aventura en Alpes, algún cuento de los míos en el que la narración os traslade, a través de la épica, la experiencia y la contemplación del paisaje, a «esta exigencia bestial que establece el margen entre lo difícil y lo terrorífico» (Jacques Goddet).
Tarea fácil si se trata de hacer una descripción «al uso». Más difícil si se intenta transmitiros el universo extraño que representa pedalear por un paraje lunar, aunque las fotos ayudan y de qué manera. Pero hay que ponerse en situación y meterse en la piel del ciclista para rememorar en primera persona lo que se siente al rodar por la Casse Déserte, ese lugar inmutable que, como ya os hablé hace un tiempo, espera devorar al avezado cicloturista que se atreva a entrar en su boca de colmillos cariados.
Creo que he empezado bien. La frase de Goddet refuerza la idea de lo que te puedes encontrar aquí. Para que me eche una mano en la composición del artículo también puedo contar con la cita de otro padre del Tour como Henri Desgrange: «El Izoard es una confusión interminable, cuando estás a punto de dominarlo y suspiras, giras una curva y de nuevo te lanza un nuevo reto que haría refunfuñar una mula«.
Seguimos. En un principio tengo dos opciones para enfocar el relato: por un lado, de una manera sencilla, explicaros de forma directa mi experiencia cuando lo ascendí por primera vez hace ya nueve años, y por otro, intentando rizar el rizo, exponer aquella aventura usando la técnica de la «ida de olla», dejando hacer las manos sobre el teclado a ver con qué letras puedo salpicar de negro la hoja en blanco.
Describiros que un caluroso día de julio partía con mi Trek desde Briançon, con mucha ilusión y fuerza, para enfrentarme al legendario puerto, no lo encuentro lo suficientemente atractivo, ya que no me gusta tirar de rutinarias explicaciones como que la subida, de 20 kilómetros, se puede dividir con claridad en dos partes, en la que la primera me llevó a una aproximación fácil y rápida al pie del col, en el fondo del valle, transitando por el corazón del espectacular pasaje de les Gorges de Cerveyrette y la llegada al pueblo de Cervières para, a continuación, seguir con detalladas referencias sobre los 10 kilómetros finales, lógicamente los más difíciles, con rampas por encima del 10% y una pendiente media del 8, en los que el departamento de Altos Alpes había tenido la gentileza de identificarlos cada uno de ellos.
Indurain en el Izoard con el maillot de líder del Tour del Porvenir y todos con chichoneras. https://t.co/TilVVLGDDE pic.twitter.com/mgSry2LorB
— Urtekaria (@Urtekaria) September 26, 2019
Habría continuado explicando que disfruté mucho ascendiendo entre las coníferas de un magnífico bosque de pinos, que escondían casas de madera y piedra con los tejados cubiertos de lárix, superando numerosas curvas en las que recuperaba un poco en esta sostenida cuesta hasta alcanzar el refugio de Napoleón. Os habría relatado con orgullo que alcancé su cima a 2360 metros de altura después de superar 1166 de desnivel y de haber disfrutado de preciosas vistas durante toda la escalada, un lujo de entorno en el que, según la luminosidad del día, el color de las montañas va cambiando.
Pero no es mi estilo, como he comentado, una crónica al uso.
Sigo dándole vueltas al tema.
Y pienso… ¿por qué no ponerme en la piel de un gran campeón e intentar transmitir lo que puede sentir al coronar en cabeza y en solitario la Casse Déserte? Al fin y al cabo, cualquier cicloturista, cualquiera de nosotros, entusiastas de la bicicleta… ¿acaso nunca se nos ha metido entre ceja y ceja emular a nuestros ídolos y escalar uno de los puertos alpinos más importantes y que tantas veces hemos visto por la televisión durante la retransmisión del Tour? ¿Cómo nos vamos a resistir la tentación de acercarnos hasta aquí y efectuar esta gran ascensión en un escenario de ensueño donde los gigantes de la ruta de todos los tiempos han escrito la leyenda de la Grand Boucle?
Así, os puedo hablar de una de las primeras escaladas, en 1925, cuando Ottavio Bottechia en su cima tuvo que bajarse de la bici para cambiar de piñón dándole la vuelta a su rueda, o del ataque de Jean Robic a Pierre Brambilla, en 1947, para pasar en cabeza el Izoard, o de la tremenda pájara que pilló en sus rampas en 1939 René Vietto.
Puedo seguir narrando las proezas de Coppi, Bartali y Bobet en este singular universo, o del maillot amarillo del 51, Hugo Koblet, que ascendió tan rápido y sublime que los periodistas de la época lo compararon con una gaviota, o de Bernard Thévenet que entró como los grandes en la apocalíptica galería, o del año 86 cuando asistimos a la coronación de LeMond, «cosquilleando sus pedales», atacando a Hinault en la Casse Déserte, por no hablar de los duelos del año 2000 entre grandes escaladores como Virenque y Pantani poniendo en apuros a un tal Lance Armstrong que sabía que transitaba por un lugar sagrado en el Tour. O también del vuelo del Andy, cuando el Galibier se dejaba entrever entre la bruma.
Sin embargo, si tuviera que reseñar una mítica etapa, por lo que fue, cómo fue y lo que representó, lo habría hecho sobre el desmelenado ataque de Miguel Indurain para ganar el Dauphiné Libéré de junio del 96. No hubiera entrado en muchos detalles porque la carrera la podéis disfrutar completa en YouTube, penúltima jornada que finalizaba en Briançon tras las escaladas de Allos, Vars e Izoard.
En aquella prueba a Jalabert, los franceses, lo situaron a la misma altura que a nuestro Miguel, dando por hecho que acabaría ganando el «pequeño Tour» y colocándolo como gran rival para evitar una sexta victoria consecutiva de nuestro campeón. Pero sólo les separaban tres segundos en la general, a favor de Laurent. En el video podéis rememorar como aquel día Indurain lanzó un fuerte ataque como él solía hacer: a fuerte ritmo, a bloque y con reiteradas aceleraciones. Sólo le pudieron seguir Rominger, Leblanc y Escartín ya que Jalabert no pudo aguantar la embestida de Miguelón, completamente desatado, echando a todos sus rivales uno por uno fuera de la carretera, incapaces de seguir su impresionante cadencia. Pasó el primero por la cima del Izoard, con 20 segundos de diferencia sobre sus perseguidores y 2 minutos con respecto al líder de la ONCE que había entregado la cuchara. Una carrera para el recuerdo.
Casi sin darme cuenta veo que sin querer estoy llegando al final de la exposición. Deambulando de lado a lado de la habitación, echando de vez en cuando la mano a mi portátil, recordando que desde Coppi y Bobet hasta hoy, un sinfín de ciclistas y cicloturistas anónimos cada verano han escalado este col reescribiendo la leyenda de esta inquietante ruta que se inauguró por razones militares nada menos que en el año 1893.
Por Jordi Escrihuela, desde Ziklo
Imagen tomada de http://alpinecols.com/
Ciclismo antiguo
Cuando la Vuelta era suiza
Los noventa fueron años «made in Suiza» en la Vuelta
La historia de Suiza en la Vuelta a España es curiosa.
Más de casi noventa años de historia de carrera y sus cinco victorias se concentran en los años centrales de la década de los noventa.
Entre 1992 y 1997 se corrieron seis ediciones de la Vuelta de las que cinco acabaron en manos de ciclistas helvéticos, con altunas particularidades comunes y otras que les hicieron antagónicos.
Tanto Tony Rominger como Alex Zulle vivieron sus mejores años en sendos equipos españoles.
El primero fue el fichaje estrella del Clas Cajastur en su último ciclo, dándole al equipo asturiano tres Vueltas del tirón.
El otro explotó de inicio ya en la ONCE, siendo líder un día en el Tour y gran rival de su compatriota en la siguiente Vuelta.
Y es que el cénit del dominio de Suiza en la Vuelta llegó en 1993.
Aquella fue la penúltima edición que se disputó entre abril y mayo resultando una carrera prototipo de aquella época.
Una participación muy doméstica, contadas estrellas internacionales y una meteorología que fue un martillo constante.
Mal tiempo, jornadas de frío y una lluvia pertinaz que resultó clave en la etapa más importante de aquella edición, la que finalizó en El Naranco.
Bajando La Cobertoria, Tony R0minger, en amarillo muy amenazado por Zulle, tomó unos metros que obligaron a la reacción y posterior caída del suizo de la ONCE.
Se estableció entonces una persecución que hace un tiempo nos contó Iñaki Gastón en primera persona que fue la locura para el henchido orgullo astur.
Rominger sentenció ese día su segunda Vuelta, situándola en medio de la primera, ganada con la clave de la jornada de Luz Ardiden, y la tercera, un éxito sin paliativos, dominando de inicio a fin la prueba y ganando, creo recordar, seis etapas.
Alex Zulle tendría su ventana de oportunidad años después.
En 1996, con el shock de la retirada de Miguel Indurain, Zulle tomó el mando y ya no lo soltó hasta el final, incluso tras un mal momento en Cerler, donde emergió la polémica sobre si su compi Jalabert debió haberse quedado con él.
Al año siguiente Zulle selló su segunda Vuelta ante la renovada y más ofensiva versión de Fernando Escartín y otro suizo que esos años andaba una barbaridad, Laurent Dufaux,
Éste, por cierto, había sido segundo un año antes en la Vuelta, entre Zulle y Rominger, consolidando la década más suiza de la Vuelta.
Imagen: El Comercio
Ciclismo antiguo
Entre Bahamontes y Loroño convivieron dos mundos
Pasaje de «Viva la Vuelta» en el que se habla de la rivalidad Loroño vs Bahamontes
Mientras que Bahamontes es conocido internacionalmente por sus hazañas en el Tour de Francia, carrera que ganó en 1959 y en la que triunfó seis veces en el premio de la montaña, Jesús Loroño forjó su palmarés sobre todo en España, por lo que es un personaje prácticamente desconocido más allá de los Pirineos.
Su rivalidad con Bahamontes marcó toda una época del ciclismo español, en la que los loroñistas y los bahamontistas discutían enconadamente intentando convencerse mutuamente de que Jesús era un corredor más completo y Bahamontes era el mejor escalador.
Nacido en un caserío de Larrabetzu, en la provincia de Vizcaya, el octavo de nueve hijos, Loroño tenía 11 años cuando estalló la Guerra Civil.
El pueblo estaba cerca del Cinturón de Hierro, la línea defensiva establecida por la República alrededor de Bilbao, donde Jesús se dedicaba a cavar trincheras por un duro al día.
Era demasiado joven como para ser internado en un campo de prisioneros, un destino que padecieron cinco de sus hermanos cuando el País Vasco cayó en manos de los sublevados.
Cuando su padre murió en 1941, Loroño tuvo que ponerse a trabajar duro, yendo en bicicleta al monte para cortar leña y ayudando en el caserío.
Empezó a competir en carreras de la zona, para las que entrenaba medio a escondidas, por las noches, bajo la amenaza de su madre de tirar la bicicleta por un barranco, porque temía que su hijo fuera a pillar una tuberculosis sudando en las frías y húmedas noches vascas.
Cuando estaba a punto de emigrar a Chile, donde ya vivía uno de sus hermanos, Loroño fue llamado al servicio militar, donde tuvo la suerte de tener a un aficionado al ciclismo como capitán, quien le animó a seguir entrenando.
Un día de 1947 Loroño pidió permiso para participar en una carrera de la zona, pero se le denegó; el capitán le dijo que solo se lo concedería si era para ir a Asturias a enfrentarse con los profesionales en la clásica Subida al Naranco, que Fermín Trueba había ganado los dos años anteriores.
Como difícilmente podía plantearse desobedecer órdenes, Loroño acabó en Oviedo tomando la salida de la prueba junto con los cracks de la época en lo que por entonces era una prueba de dos días, y sin dinero suficiente en el bolsillo para pagarse el viaje de regreso.
Con su tercera posición el primer día ganó dinero suficiente para cubrir sus gastos y confianza a raudales para afrontar la segunda etapa. Los ciclistas más curtidos miraban asombrados a aquel fornido joven vasco de cabellera negra y rizada y facciones marcadas que se atrevía a atacar al pie del Naranco.
En lugar de descolgarse acabó ganando no solo la etapa, sino también la clasificación general e incluso el premio de la combatividad.
Loroño acababa de ponerse en órbita, aunque el momento no era muy oportuno
El ciclismo español estaba todavía muy lejos de su plena recuperación, tal y como el fiasco del Tour de 1949 había demostrado.
Cuando Loroño debutó en la prueba francesa, en 1953, ganó la montaña y una etapa en los Pirineos; conseguiría su mejor clasificación, quinto, en 1957.
Tuvo la desgracia de correr en una época en que los ciclistas españoles cuando iban al extranjero estaban demasiado obsesionados con hacer acopio de recambios de calidad que no se podían encontrar en España como para dedicarse en cuerpo y alma al trabajo de equipo.
Hay motivos de sobra para pensar que, si hubiera tenido el apoyo adecuado, Loroño había conseguido mucho más, quizá llegando incluso a igualar las hazañas de su rival, quien gozó de más y mejores oportunidades.
Lejos de los verdes valles del País Vasco, Bahamontes había nacido en la Meseta calcinada por el sol, cerca de Toledo, donde desde muy joven trabajaba de repartidor, tirando de un carrito con su bicicleta.
En una entrevista concedida cuando cumplió 70 años, Bahamontes recordaba su infancia durante los años del hambre: “Trabajaba en el estraperlo y comía mondas de patata fritas y gatos asados como si fueran conejos. A los 17 años cargaba mi bicicleta con sacos de patatas de 150 kilos.
Y yo solo pesaba 56”.
Un trabajo agotador que lo iba a curtir de cara a su futura carrera como ciclista.
La fama le llegó en 1954, cuando Bahamontes ganó la montaña en el Tour de Francia al año siguiente de que lo hiciera Loroño, y 17 años después de Berrendero.
La historia de cómo se detuvo en la cima de un puerto para tomarse un helado mientras esperaba la llegada del pelotón hoy en día forma parte de la leyenda.
De hecho estaba perpetuando una tradición entre los ciclistas españoles; en los años 30 Berrendero y Ezquerra a menudo paraban para tomarse una cervecita rápida en la cima de los puertos. Hacerse con el premio de la montaña solo se consideraba inferior a ganar la general del Tour, ya que comportaba publicidad y contratos lucrativos.
La general se daba por perdida de antemano, y apuntar a las victorias de etapa se consideraba un desperdicio de energía que era mejor reservar para acumular puntos en la montaña.
Desde sus inicios como ciclista, Bahamontes fue etiquetado como un personaje.
Su silueta enjuta se distinguía con facilidad tan pronto como saltaba del pelotón: espalda recta, manos en el centro del manillar, marcando un ágil ritmo de pedaleo con movimientos acompasados de la cabeza. Su táctica habitual era lanzar una primera aceleración para ver cómo reaccionaban sus rivales. Entonces volvía a aumentar el ritmo, que pocos querían o podían seguir, ya que sabían que más tarde pagarían por ello.
A pesar de que eran rivales directos, Bahamontes y Loroño se vieron obligados durante años a compartir equipo.
Para buscar un símil moderno, imaginen que Óscar Sevilla y Aitor González, tras su choque en la Vuelta de 2002, se hubieran visto obligados a seguir en el Kelme y a participar en las mismas carreras en vez de separarse.
La atmósfera habría sido irrespirable. Bahamontes y Loroño fueron más comedidos en una época en que conseguir una plaza en el equipo nacional era el sueño de todo ciclista.
No obstante, su rivalidad no fue del todo negativa: según Ángel Giner, biógrafo de Bahamontes, “un héroe, ya sea ciclista o guerrero, nunca puede llegar a tal grado sin un enemigo al que vencer”.
Al forzarlos a compartir equipo se ponía aún más de relieve hasta qué punto sus personalidades eran incompatibles.
Loroño, el León de Larrabetzu, era un hombre reservado, enormemente orgulloso, a quien el fervor de sus seguidores vascos empujaba a dar hasta su último gramo de fuerza.
El Águila de Toledo era voluble y volátil, inclinado a actuar según extraños caprichos y aparentemente insensible a cualquier expectativa que se hubiera depositado en su persona.
Un día se elevaba a la altura de su apodo y dejaba a todo el mundo boquiabierto con sus portentosas escaladas de los puertos más exigentes, y al siguiente se comportaba como una gallina aturullada.
Su retirada del Tour de 1957 constituye otro hecho legendario: alegando que le dolía el brazo a causa de una inyección de calcio que le habían administrado aquella mañana, se quitó las zapatillas e invadió el pedazo de prado donde una familia francesa tomaba pacíficamente su piscolabis, sentándose en posición fetal y haciendo oídos sordos a todas las requisitorias que le lanzaron.
No estaba dispuesto a menearse, ni por su madre, ni por su mujer, ni por España, ni por Franco. Pero los aficionados acabaron perdonándolo, porque a un genio siempre se le perdonan sus momentos de debilidad.
Extracto de libro “Viva la Vuelta” publicado por Cultura Ciclista
Imágenes tomadas de www.euskomedia.org i pedaleoluegoexisto.blogspot.com
Ciclismo antiguo
Lo de Perico en la Vuelta son historias para nuestros nietos
La Vuelta fue con Perico un buen generador de historias
Hoy Perico Delgado pasea por las metas de la Vuelta a España, relajado y sonriente, momentos antes de cada final de etapa.
Hoy, al esciclista se le cae el carisma por los bolsillos, resultando un competidor imprescindible para entender su tiempo, pues quien niegue que le dio una gran popularidad a este deporte, directamente es un desmemoriado.
Otra cosa fueron sus dos victorias en la Vuelta a España, en las que Perico ganó, si, pero con los elementos muy a su favor.
Cayeron a su favor dos Vueltas, merecidas, no lo discuto, pero con historias merodeando que resulta interesante recordar, porque, por ejemplo, cuarenta años después resulta complicado entender que estaban pensado Robert Millar, el líder, y su director en la jornada casi final de la Vuela 1985.
El escocés, que es un clásico en las carreras de Perico, tenía encarrilada la Vuelta en su recta final.
Para Perico aquella estaba siendo una carrera a contrapié, más que el año anterior, cuando se había encontrado a las il maravillas.
Quizá por que la cosa no daba más, probó lo imposible sin saber que no lo era.
Se fue y alió con Pepe Recio en a jornada de Navacerrada, entre la niebla, tomando unos metros que en Peugeot, el equipo de Millar, no tuvieron en cuenta hasta que fue demasiado tarde.
Aquella jornada pasó a los anales de la memoria de muchos aficionados, como el ciclista capaz de cualquier golpe de guión en el momento más inesperado.
Perico construía un carisma ya notorio, asentado ya en resultados.
Para cuando quiso volver a la Vuelta, con la de 1988 sin correr y el consiguiente cabreo con JM García, venía en condición de ganador saliente del Tour de Francia,
En 1989, Perico controló perfectamente la Vuelta hasta el tramo final.
Ahí, en especial, en la Sierra de Guadarrama, la cosa se desmadró con los colombianos en tromba.
Iñaki Gastón, compañero de Fabio Parra, quien si habla de aquellos tiempos no quiere entrar en polémicas, nos recordó con cierta nitidez lo que vio entre Ivan Ivanov y Perico.
La historia dice que recibió ayuda del ruso a cambio de un sobre que algunos le vieron entregarle un día después.
Lo que sucedió lo saben ambos ciclistas, pero entre la niebla de Navacerrada y la jornada madrileña, no son pocos los que se cuestionan qué sucedió para que el amigo Perico acabara con dos Vueltas en el palmarés…
Ciclismo antiguo
Formigal es José Manuel Fuente
En el libro de Fuente, Formigal es un capítulo entero
Todos los grandes tienen un sitio y un día, el de José Manuel Fuente es un día de mayo de hace cincuenta años en Formigal.
Joan Plans fue una de las plumas más destacadas del ciclismo español en los años centrales del pasado siglo.
Acuñó el ciclismo en el decano de la prensa deportiva, El Mundo Deportivo.
Pero sus crónicas rebosantes de sapiencia tuvieron truco, antes fue ciclista, sí, de pista y carretera.
No en vano fue ocho veces campeón de España de velocidad.
Su crónica del día 10 de mayo de 1972 se iniciaba así:
“Lo que no hacen los hombres por su propia voluntad, lo hacen las montañas. Hoy hemos visto una etapa casi entera de gran ciclismo, de aquel, ciclismo que sólo obedece a las propias fuerzas de cada hombre y a la voluntad que se pone en la lucha. Cridas a esto, tenemos un nuevo e Inesperado líder”
Ese día no hubo matices.
Se hundieron todos los favoritos ¿todos? No, todos no.
Hubo uno, raza, coraje y talento, que emergió.
José Manuel Fuente, el Tarangu, el visceral escalador asturiano dio un nombre a Formigal.
Ubicó el enclave aragonés en el mapa.
La última cima pirenaica de esta Vuelta guarda una historia muy profunda,
Domingo Perurera dominaba la Vuelta de 1972. Llegaba la gran jornada pirenaica. En el Mon Repos se arma. Pepe Grande ataca, Fuente a su rueda. Colaboran juntos, mientras los compañeros del asturiano por detrás duermen la carrera en un sueño amarillo, por que todo es amarillo, el líder Perurena, pero también sus compañeros Lasa, Pesarrodona y González Linares.
Pero el día tiene un tipo desenfrenado. Fuente vuela solo antes de coronar Mon Repos. Grande cede por la cima minuto y medio, más allá de los cinco minutos pasa el pelotón.
La subida a Formigal asiste a la mejor jornada del Tarangu en la etapa que su ímpetu casó con la estrategia en un todo perfecto. Fuente no percibe el cansancio y en la cima sentencia la Vuelta a España de 1972 a cinco días de la conclusión en Donosti.
Al campeón le llueven los elogios, el calor popular, las rotativas y una buena cantidad de dinero.
Se embolsa en una jornada 36.000 pesetas de las entonces desglosadas en 15.000 por ganar la etapa más 8.000 por cada puerto que corona en cabeza y migajas recogidas en metas volantes y demás.
La Vuelta ha vuelto a Formigal varias veces, incluso hasta en pandemia, cuando no dejaron cruzar al Tourmalet, pero José Manuel Fuente hizo suyo el lugar para siempre
Imagen: El Blog del «Acebedo»
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RAUL
23 de octubre, 2021 En 13:38
indurain el mejor corredor español de la historia, el mejor deportista y un ejemplo