Ciclismo antiguo
Para Jean Robic las carreras duraban hasta el final
Un Tour ganado en la última jornada marca el carácter de Jean Robic
Al redactar estas líneas quisiéramos exponer a los lectores un hecho histórico insólito cuyo significado se escapó de toda la normalidad cotidiana. Este escrito refleja una noticia histórica que en su época causó un verdadero impacto deportivo. Se puede encuadrar como un hecho más bien chocante desde nuestra perspectiva y tiene por objeto a un histórico como Jean Robic.
Es una estampa del pasado que siempre he recordado con especial agrado y hasta nostalgia en mis años de adolescencia, y singularizo al decirlo. Fue en aquel entonces cuando empecé a interesarme por el deporte de las dos ruedas, sus grandezas y sus decepciones.
Aquel Tour de 1947 que volvió a ser noticia…
El de que en el Tour de Francia, en el último día de carrera, no acontecieran eventos de importancia era una tradición que los aficionados bien asimilaban. Era una jornada de tono festivo y nada más; un día de asueto casi. La clasificación general se solía mantener inamovible. Es algo que se ha cumplido por lo general sin reparos. Basta repasar un poco por encima la historia del Tour. La excepción, sin embargo, alguna que otra se produjo; se rompió el molde de lo establecido.
Por eso queremos hacer referencia al Tour de Francia del año 1947, que volvió a ponerse en activo tras la finalización definitiva de la Segunda Guerra Mundial que asoló el territorio francés y el resto de Europa.
Los organizadores galos, luchando contra viento y marea, no cesaron en su empeño de poner de nuevo en órbita la histórica e importante competición por etapas, el máximo acontecimiento ciclista de siempre. Había la necesidad de hacer olvidar las ingratitudes que nos deparó una guerra bélica cruenta y sin concesiones, llena de muertes en ambos contendientes enfrentados sin piedad.
El golpe de teatro protagonizado por Robic
Quedaba pendiente la última etapa Caen-París, la vigésimo primera. Figuraba como líder el italiano Pierre Brambilla, afincado de tiempo en Francia, que se ganaba la vida ejerciendo de albañil.
Era un ciclista fornido con una voluntad de hierro que no se rendía así como así a los acontecimientos adversos.
En la citada jornada el bretón Jean Robic, así se llamaba, con su diminuta e inconfundible figura, atacó de firme en la cuesta denominada Bon-secours, situada a 140 kilómetros de la capital francesa. Le secundó en la escaramuza y en el esfuerzo otro compatriota suyo, su compañero de fatigas apellidado Edouard Fachleitner.
El pelotón quedó en consecuencia totalmente diseminado en varios grupos. Cada cual trató de salvarse como pudo ante el naufragio general vivido con particular rudeza. La etapa al final la ganó el belga Alberic Schotte.
Pero el gran triunfador fue el pequeño Robic, que gracias a su inesperado ataque pudo enfundarse con todas las de la ley la casaca amarilla de líder en la misma París, en el famoso Parque de los Príncipes, sin haber tenido el honor de haberla lucido en el transcurso de todas las anteriores etapas de que constaba el Tour.
Toda la gloria fue para él ante la mirada atónita de miles y miles de aficionados que aplaudieron su improvisado cometido y su apurada decisión fraguada a última hora.
Caso inédito el vivido en aquel Tour. Jean Robic, curiosidad aparte, fue considerado como regional bretón, cuando en realidad había nacido en la localidad de Condé-lès-Vouziers, colindante a las Ardenas, no lejos de la frontera con Bélgica.
Se le apodaba comúnmente “Biquet” o “Tête de cuir” (Cabeza de cuero), dado que fue el primer ciclista que usó la consabida protección, cosa que llamaba poderosamente la atención en las pruebas en donde él participaba. Se entiende en carretera abierta, dado que en los velódromos ya se usaba una defensa similar a la que usó Robic, siempre situándonos en una época ya lejana.
La fatalidad de un destino
Aquella protección vino como consecuencia de una grave caída acaecida contra unos malditos adoquinados en la conocida clásica París-Roubaix, en el año 1944, con fractura de cráneo. Estuvo a dos pasos de la muerte.
Con todo nunca está de más el airear este hecho protagonizado por Jean Robic, que sufrió ¡qué fatalidad! otras seis fracturas en diversas partes del cuerpo a lo largo de su carrera deportiva como ciclista, quizá atenazado por su manera peculiar de correr guiada por su temperamento un tanto marcadamente impetuoso.
Hombre polémico pero de gran corazón, al que tuve la oportunidad de conocerle personalmente y entablar una buena amistad. Recuerdo cuando participó en el Campeonato del Mundo de ciclocross del año 1953, que tuvo lugar en nuestro país, en Oñate (Guipúzcoa), en el que venció su compatriota Roger Rondeaux. Nunca está de más decir en torno al polifacético Robic, que en el año 1950 conquistó el título mundial en esta durísima especialidad.
En 1980, retirado del deporte activo, un aparatoso accidente de automóvil le segó la vida a los 59 años, dejando un recuerdo imborrable entre los entusiastas aficionados de la bicicleta que habían seguido al dedillo sus pasos y su historial.
Poseía mucho tesón y admirable coraje frente a las adversidades que tuvo a lo largo de su carrera. Todos nosotros, sumergidos en nuestra edad juvenil, sentimos muy de veras su muerte, que llegó un tanto prematura por la incógnita del destino.
Por Gerardo Fuster
Ciclismo antiguo
1994: La Flecha Valona que cambió el ciclismo
Nada fue igual tras la Flecha Valona de 1994 y los azules haciendo pleno
La primera parte de los noventa se tiene como la época más oscura de la historia del ciclismo y muchos toman la Flecha Valona de 1994 como el cénit.
No son pocos los testimonios que hablan de un ciclismo psicodélico, de corredores que no corrían, volaban, de cosas raras, de podencos hechos caballos de carreras,…
Testimonios no faltan.
Dos son elocuentes. Greg Lemond justifica parte de su declive por las dos velocidades de aquel ciclismo, un salto de rendimiento que apuntaba una sustancia cuyas siglas eran EPO. David Millar habla en su libro de sus primeras carreras como algo inalcanzable, no había ni roto a sudar que el pelotón ya les había dejado de rueda.
#DiaD 20 de abril de 1994
En el año 94, la Vuelta a España seguía disputándose en abril.
En la antesala de la misma estaba el tríptico de las Ardenas, pero en orden diferente al actual. Una semana después de Roubaix, se corría la Lieja, luego la Flecha Valona y finalmente la Amstel, posteriormente vendría la Vuelta que en esa ocasión dominaría a placer Tony Rominger.
La Flecha Valona se presentaba como la reválida para Eugeny Berzin. El ruso de rubia cabellera había ganado en Lieja días antes y era la punta de lanza del potente Gewiss. Por nombres el equipo celeste copaba las apuestas, sin embargo, los italianos no querían ganar, querían sencillamente coparlo todo.
En el llano que precedía el muro de Huy, Berzin, que iba insultantemente fácil, tomaba unos metros sin que nadie osara seguirle, salvo sus dos compañeros Moreno Argentin y Giorgio Furlan. En la cima de Huy Argentin culminaba la masacre, siendo primero por delante de sus dos colegas.
“Ellos ruedan y nosotros nos quedamos. Hacen que ir en bici parezca sencillo, no necesitan ni preparar estrategia alguna” dijo Gérard Rué, el gregario de Miguel Indurain, preso de la incredulidad.
Los peores temores que circulaban por el pelotón se hacían realidad y las sospechas no tardaron en plasmarse cuando al día siguiente en una conversación entre Michele Ferrari y varios periodistas, en una pedanía de Lieja, el galeno afirmaba sin pudor:
“Si yo soy ciclista y sé que hay una sustancia que mejora el rendimiento y otros la usan, yo también la utilizaría. La EPO no es mala, sólo lo es si abusas de ella, como si te atiborras de zumo de naranja”.
En efecto, el ciclismo de dos velocidades ya era un secreto publicado y público, la caja de pandora se había abierto, estallaría en pocos años…
Imagen: Cronoescalada
Ciclismo antiguo
Amstel Gold Race by Jan Raas
Nadie dominó la Amstel Gold Race como Jan Raas
Jan Raas fue una de las esas buenas figuras que tuvo el ciclismo a finales de los setenta y principios de la siguiente, que hizo de la Amstel Gold Race su feudo, se la llamó «Amstel Gold Raas».
Nacido en 1952, fue posiblemente el primer ciclista con pinta de intelectual.
Todo un espejo donde se miró el maître Fignon.
Fue posiblemente el gran valedor de esa megaestructura neerlandesa llamada Ti Raleigh comandada por Peter Post.A Raas la victoria le gustaba más que a un tonto un lápiz
Era perrete, parecía italiano más que ciudadano del respetable reino neerlandés.
Gustaba, además, de tomar el pelo a los rivales.
Su último gran triunfo fue en el Tour de 1984, una etapa donde puteó con tino al visceral Marc Madiot, hasta que le rebañó la victoria toda vez que le había asegurado que no estaba para dar relevos.
Sin embargo tuvo gestos encomiables, como cuando renunció al amarillo en un prólogo muy condicionado por la furiosa lluvia.
Eso sí, al día siguiente se empleó a fondo para vestirlo en buena lid.
Éste era Jan Raas
En 1977 Jan Raas ganó su primera Amstel, poco después de hacerlo en San Remo
Ciclismo antiguo
El Tourmalet, Indurain, Chiapucci…
1991, en aquella subida y bajada al Tourmalet no sólo sucedió el gran salto de Miguel Indurain
No sé cómo, aunque puedo imaginarlo, el otro día el algoritmo me recomendó echarle un ojo a este vídeo que me llevó directo al Tour 1991, el Tourmalet, Indurain, Chiapucci y cia.
Dicen que el tiempo da perspectiva, que alejarte de proporciona mejor visión de los sucedido y sin duda de las consecuencias y en esta ocasión pude corroborarlo.
Ver aquella grabación me gustó, con los cortes de voz de Pedro González en TVE y Javier Ares y Luis Ocaña en las retransmisiones de radio de José María García.
Total que me papeé toda la subida y bajada a aquel histórico paso por el puerto más emblemático del Tour de Francia, una jornada que 33 años después sigue siendo histórica por lo mucho que pasó en aquella subida.
Recordad que la carrera venía de España, de Jaca, donde la hinchada se había decepcionado fuertemente con la actitud de los Banesto por no empezar a asediar el liderato de facto de Greg Lemond, dorsal 1 y gran favorito.
De hecho, durante un momento de la subida, el narrador de TVE, Pedro González, afirmaba que al americano se le veía seguro y fuerte, con visos de salir de amarillo aquella jornada de 250 kilómetros.
Sin embargo, Luis Ocaña no tenía tanta confianza en el americano, su lenguaje corporal no invitaba al optimismo y acertó.
Estábamos presenciando un cambio generacional en toda regla y no éramos conscientes de ello.
Con Chiapucci abriendo camino en el Tourmalet, e Indurain siempre pegado a su rueda, Perico ya había cedido, Fignon nadaba contracorriente y Lemond acabaría descolgado.
Los de la generación del 64 -a la que perteneció también nuestro invitado del otro día, Raúl Alcalá, aunque en esa etapa ya se había retirado- habían derribado la puerta a por el trozo gordo del pastel.
Y no se irían en unos años, encabezados por Miguel Indurain.
Sin saberlo en esos instantes, estábamos viendo un cambio de orden y la marcación de las jerarquías en ese mismo orden, puesto que el momento de duda de Gianni Bugno, una vez pasado el descenso del Tourmalet le sacaría para siempre de las quinielas del Tour de Francia.
El Tourmalet siempre ha sido mágico, el gran anfiteatro del ciclismo, ha tenido mejores y peores ediciones, pero aquella tarde de julio de 1991 fue el gran «revolucionario» del ciclismo que nos asaltaba y marcaron los años más felices viendo este deporte.
Por suerte, mirándolo ahora, aquella magia, el cosquilleo anterior a las grandes carreras sigue y sólo espero que esa llama no se apague.
Ciclismo antiguo
Francesco Moser, “signore Roubaix”
En la leyenda de Moser, Roubaix es un lugar esencial
La historia es caprichosa, como muchas veces hemos dicho, y situamos a corredores en nuestro imaginario en una faceta que, aunque siendo cierta, no es la única que vistió su leyenda, sucede con Moser y Roubaix.
Por eso cuando la imagen más divulgada de Francesco Moser es la de ese ciclista ancho, profunda mirada, pelo negro, angulada cara y perfil corpulento, sobre la rompedora máquina con la que destrozó el récord de la hora en las altitudes de Ciudad de México, sólo es eso, una faceta, un perfil ideal, una forma de recordar un corredor que fue mucho más y logró mucho más.
Moser también tiene un Giro, el de 84, una carrera marcada por las múltiples influencias que concurrieron para que ganara un italiano ante la insolente juventud que despertaba de Laurent Fignon, que a todas luces fue el ganador moral de aquella carrera. Público hostil, helicópteros que empujaban en las cronos,… Moser tenía que ganar por lo civil o lo criminal. Así lo hizo.
Pero hay una tercera faceta, conocida aunque quizá menos por muchos, las clásicas, y es que Francesco Moser, ese ciclista de porte elegante, rodar agresivo y tremenda ambición, tiene en su palmarés nada menos que seis monumentos: tres Roubaix, dos Lombardías y una San Remo, un botín que le sitúa entre los mejores de siempre, especialmente en el Infierno del Norte, donde sólo le superan De Vlaeminck y Boonen.
De hecho Moser es el tercer mejor ciclista del mundo sobre los afilados adoquines encadenando, y eso sí que es difícil, por lo imprevisible de la carrera, tres triunfos consecutivos, logrados en un tiempo en el que las clásicas tenían grandes nombres de todos los tiempos, aunque especialmente uno, Roger De Vlaeminck, ese que llamaban el Gitano, que nunca tuvo amigos, ni siquiera en su propio equipo.
Así las cosas en la Roubaix del 78, Moser, arco iris a la espalda, arco iris que ganó en Venezuela, se presentó ante “Monsieur Roubaix” como alternativa ganadora a la mejor carrera del año.
El italiano, listo como el hambre, jugó sus bazas sin esperar instrucciones del gran jefe. Realizó dos ataques, primer a 23 de meta y luego a 18 para romper la resistencia de Maertens y Raas, mientras el influjo de De Vlaeminck se hacía notar.
Moser llegó solo al velódromo y De Vlaeminck echaba fuego. “Este tipo es un desagradecido” escupía por esa boca que no dejaba indiferente, como cuando dijo que las cuatro Roubaix de Boonen tenían menos mérito que las suyas.
Cabreado, el gitano cambió de equipo, a sabiendas que su tiempo, aunque glorioso, era caduco frente a las hechuras del joven Moser.
El belga al Gis, Moser en el Sanson.
En 1979 le ganaría por la mano otra Roubaix, dejándose segundo, sintomático.
Al año Francesco renovaría la corona en el infierno tras reaccionar a un ataque de largo radio protagonizado por Thurau. Moser arrastró a su sombra, De Vlaeminck, y a Duclos Lasalle. Les acabaría dejando. Era la tercera.
Pero si Roubaix fue el foco de su enemistad con De Vlaeminck, Lombardía fue otra de las cabezas de esa hidra de mil cabezas que fue su relación con Giuseppe Saronni.
En una rivalidad que para Italia era reverdecer los tiempos de Coppi y Bartali, Moser y Saronni entablaron su enemistad desde el momento que corrieron juntos el mundial haciendo de todo aquello que compitieran un corralillo de gallos enfermizos.
En ese clima se corría en la Italia a caballo entre los setenta y los ochenta y en ese clima Moser se llevó dos Lombardías, uno de ellos delante de Hinault, y San Remo, entrando solo en la Via Roma, tras desplegar toda su sabiduría en el descenso del Poggio.
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