Los que vivimos el Tour 1989 no hemos vuelto a ver nada igual
Hablar del Tour de 1989 es abrir una puerta a la edición que, quizá más que ninguna otra, rompió los moldes de lo posible.
No es nostalgia barata ni ese mantra de que “antes todo era mejor”.
Es, sencillamente, reconocer que pocas carreras han concentrado tanta emoción, relato y magia como aquella.
El Tour siempre fue grande, sí, pero en el 89 alcanzó un nivel casi cinematográfico, heredero directo de lo que ya había insinuado en 1986. Fue el momento en que la carrera dejó de ser sólo ciclismo para convertirse en un fenómeno cultural.
Si volvemos la vista a aquel julio, es fácil comprender por qué.
En la salida convivían ciclistas que habían crecido bajo la sombra enorme de Hinault, pero que ya no necesitaban ningún padrino.
Lemond y Fignon venían de su escudería, mientras Perico, que se cruzó con ellos en no pocos escenarios —como aquella escapada de Pau en el 86—, ya era un campeón hecho y derecho.
Sólo Roche, lesionado, faltó para redondear una generación única, todos ellos en su punto justo de madurez, de ambición y de carácter.
Y, sin embargo, todo empezó de la manera más improbable.
El episodio de Luxemburgo trascendió la anécdota y se convirtió en mito.
A Perico, capaz de lo sublime y de lo insólito, le ocurrió lo único que jamás podría ocurrirle a un líder del Tour: llegar tarde a la salida de la contrarreloj.
Aquel retraso, sumado al desastre del día siguiente en la crono por equipos, convirtió su defensa del título en una persecución desde el último lugar de la general.
Fue un golpe durísimo… y, al mismo tiempo, el origen de un relato que aún hoy da la vuelta al mundo.
Mientras Perico remontaba como podía, el duelo Fignon–Lemond empezó a tomar forma. Y ahí la carrera tocó techo.
Ninguno de los dos parecía más fuerte que Delgado, pero la ventaja inicial fue abismal.
A partir de ahí, lo que se vio fue un pulso entre dos ciclistas gigantes: Lemond, cerebral y metódico, siempre atento a cualquier innovación; Fignon, puro carácter, un corredor que mostraba siempre sus cartas porque no sabía correr de otra manera.
Como si faltara contexto, Francia celebraba el bicentenario de su Revolución.
El país vivía un año simbólico, monumental, casi solemne… y esperaba que el Tour coronara a un héroe nacional. Pero el guion cambió.
Y lo que llegó en París fue el final más salvaje jamás visto: Lemond remontando lo irremontable y Fignon derrumbándose en directo, mientras Perico comentaba incrédulo desde TVE.
Ocho segundos.
Nada más.
Nada menos.
Una eternidad en el corazón del Tour.
Y un desenlace que cambió para siempre la historia de la carrera.
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