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Ciclismo antiguo

En el Giro, como en la vida, “el mañana también existe”

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Giro Italia Fausto Coppi JoanSeguidor
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Cada vez que el Giro holla una cumbre, se abre un capítulo de una historia sin final escrito

Hugo Koblet fue un tipo que supo generar una leyenda en tiempos muy complicados.

Suizo, característico fue su presumido carácter: siempre peinado, siempre aderezado, perfecto para ser adulado por las cámaras, por las miradas de la gente.

Hugo Koblet no era un nombre más en Italia, tardo-primavera de 1953.

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Un país que vivía pendiente del Giro, de su Giro

El Giro era una de esas excusas que sacaba del tedio y la austeridad implantados por una Guerra Mundial cuyas cicatrices supuraban aún.

En la bota había dos bandos, dos opiniones, dos Italias, dos corredores.

Los de Bartali, Gino, el viejo fraile malhumorado, quien para entonces ya había tejido una leyenda sorda por años, salvando miles de judíos del rodillo nazi.

Gino era la Italia rural, la que hundía sus raíces en el catolicismo más severo y lineal. Austeridad, trabajo, familia…

Los de Coppi, Fausto, una persona tocada por la maquia de la magia, un tipo flaco, moreno, bien peinado que tenía magnetismo sobre las personas y sus almas.

Fausto era la Italia cosmopolita, aquella que miraba adelante y quería reconstruir la grandeza de una nación joven, pero orgullosa de haber superado un trago de la dureza de una gran guerra en su territorio, de norte a sur, de sur a norte.

La sangre nunca llegó al río entre Coppi y Bartali

Ese Giro estaba entre Koblet y Coppi

El Giro transcurría feliz por esos sitios triturados por la barbarie para demostrar a la gente que sí, que “había un mañana”, algo por lo que luchar, suspirar y seguir en el camino.

Después de una etapa viene otra, y otra, una más, la rueda que no para.

Un Giro del que se descolgó rápido Gino Bartali, el florentino no era el de antes, ese ciclista con pegada en la carretera.

Su carisma era incorruptible, pero en su forma pesaban los años, plomos en sus gemelos y alma ante la generación que crecía.

Los “bartalistas” tenían un nuevo ídolo, por eso: Ese suizo presumido, Hubo Koblet, quien a tres días de Milán dominaba la escena ante el estéril acoso de Fausto Coppi.

Tres días sólo para Milán, tres días de angustia en millones de hogares italianos que seguían el ciclismo con una pasión que sólo se explicaba en clave religiosa.

Tres días de radio, de grupos de “bartalistas” y “coppistas”, cada uno a lo suyo, rodeando ese aparato que ponía al día de la suerte de los grandes campeones del Giro.

Giro Italia Ennio Doris JoanSeguidor

El joven Ennio arreglando su bicicleta en 1955
Fuente: «El mañana también existe»

En un pueblo del Véneto…

Tombolo es una pequeña localidad del Véneto, al sur de Treviso, oeste de Venecia y no lejano a Padua, un poco al sur en el mapa.

Un pueblo que ese mayo de 1953 suspiraba por el Giro y lo que allí pasaba.

Ocurrió un 30 de mayo, una sobremesa soleada y tranquila en este pequeño reducto venetiano.

En el bar del pueblo, la gente se arremolinaba alrededor de la radio.

Entre ellos un joven Ennio, apellidado Doris, quien acompañaba a su padre, un “coppista” convencido.

La suerte entre Fausto y Hugo estaba en el aire, el suizo controlaba la general pero quedaban 72 horas para sondear los contrafuertes del duomo milánes.

La etapa de aquel día acaba en Bozano, esa ciudad del Adigio que no esconde su ADN austriaco por cada vértice.

La jornada pasaba por lo más granado de los Dolomitas, encadenando Falzarego, Sella y Pordoi, un día terrible que el joven Ennio Doris imaginaba en los no pocos momentos que la transmisión radiofónica se interrumpía.

Porque aquel ciclismo fue un ciclismo al vuelo de la imaginación de la amplia mayoría que no estaba ahí, delante de los héroes para verles hacer equilibrios imposibles sobre rutas intransitables.

Cuando no había noticias, un hilo de voz que narrara la escena desde el lugar, cada uno hacía su composición de lugar, desde periodistas a aficionados.

Coppi y Koblet están escribiendo una bella, bellísima historia de este deporte. Se atacan, se dejan, por un momento parece que el piamontés podrá con el rival suizo, sería un espejismo.

Tras dejarle atrás entre las nieves del Sella, Koblet reacciona con un descenso tétrico, pero efectivo.

Entre cortes y ruidos, la radio esboza que los dos han llegado juntos a meta.

Algarabía entre los “bartalistas”, abatimiento en los seguidores de Fausto

Ennio mira a su padre y descifra la decepción en su rostro.

Fausto Coppi había consumido, sobre el papel, la mejor opción de hacer caer a Hugo Koblet.

De vuelta a casa Ennio le transmite la decepción a su padre, éste de cuclillas le coge de los hombros y le mira fijamente a los ojos: “Ennio, no pasa nada, el mañana también existe, Fausto tendrá otra oportunidad”.

Y Fausto, como su padre, creyó en el mañana

Giro 1953 Coppi

Al día siguiente, Fausto Coppi asalta las paredes heladas del Stelvio y doblega a Koblet.

Había sentenciado el Giro a su favor.

“El mañana también existe” fueron las palabras que su padre pronunció, las mismas que Fausto hizo realidad.

“El mañana también existe” fue la frase que para siempre acompañó al joven Ennio Doris, la frase que aplicó desde el minuto uno de la creación de lo que hoy es Banca Mediolanum.

Giro Italia Mediolanum Ennio Doris Ballan Moser JoanSeguidor

Ennio Doris en la salida de Piancavallo entre Francesco Moser y Alessandro Ballan

La misma frase que aplicó esos días de vértigo, a finales del verano de 2008, con la caída de gigantes financieros, la misma que le rondó la mente cuando vio el derrumbe de las torres gemelas el 11 S, idéntica a la que practica en su gestión de Mediolanum, una entidad que ha sido diferente desde la raíz hasta nuestros días.

Hoy Ennio Doris devuelve al ciclismo, a esa pasión que floreció desde su tierna infancia, su cariño patrocinando el gran premio de la montaña del Giro de Italia, el país de las cimas mágicas que conquistan corazones y rompen la resistencia de los ciclistas.

Un acto de filantropía ciclista que llena de azul los senderos que conducen la cima, porque por muy dura que sea la subida, por complicada que se haga, por larga y penosa, más allá, vendrá el descenso, el aire fresco del valle…

Por que más allá “el mañana también existe”.

Imagen: FB Giro d´ Italia

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Ciclismo antiguo

Cuando la Vuelta era suiza

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Los noventa fueron años «made in Suiza» en la Vuelta

La historia de Suiza en la Vuelta a España es curiosa.

Más de casi noventa años de historia de carrera y sus cinco victorias se concentran en los años centrales de la década de los noventa.

Entre 1992 y 1997 se corrieron seis ediciones de la Vuelta de las que cinco acabaron en manos de ciclistas helvéticos, con altunas particularidades comunes y otras que les hicieron antagónicos.

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Tanto Tony Rominger como Alex Zulle vivieron sus mejores años en sendos equipos españoles.

El primero fue el fichaje estrella del Clas Cajastur en su último ciclo, dándole al equipo asturiano tres Vueltas del tirón.

El otro explotó de inicio ya en la ONCE, siendo líder un día en el Tour y gran rival de su compatriota en la siguiente Vuelta.

Y es que el cénit del dominio de Suiza en la Vuelta llegó en 1993.

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Aquella fue la penúltima edición que se disputó entre abril y mayo resultando una carrera prototipo de aquella época.

Una participación muy doméstica, contadas estrellas internacionales y una meteorología que fue un martillo constante.

Mal tiempo, jornadas de frío y una lluvia pertinaz que resultó clave en la etapa más importante de aquella edición, la que finalizó en El Naranco.

Bajando La Cobertoria, Tony R0minger, en amarillo muy amenazado por Zulle, tomó unos metros que obligaron a la reacción y posterior caída del suizo de la ONCE.

Se estableció entonces una persecución que hace un tiempo nos contó Iñaki Gastón en primera persona que fue la locura para el henchido orgullo astur.

Rominger sentenció ese día su segunda Vuelta, situándola en medio de la primera, ganada con la clave de la jornada de Luz Ardiden, y la tercera, un éxito sin paliativos, dominando de inicio a fin la prueba y ganando, creo recordar, seis etapas.

Alex Zulle tendría su ventana de oportunidad años después.

En 1996, con el shock de la retirada de Miguel Indurain, Zulle tomó el mando y ya no lo soltó hasta el final, incluso tras un mal momento en Cerler, donde emergió la polémica sobre si su compi Jalabert debió haberse quedado con él.

Al año siguiente Zulle selló su segunda Vuelta ante la renovada y más ofensiva versión de Fernando Escartín y otro suizo que esos años andaba una barbaridad, Laurent Dufaux,

Éste, por cierto, había sido segundo un año antes en la Vuelta, entre Zulle y Rominger, consolidando la década más suiza de la Vuelta.

Imagen: El Comercio

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Entre Bahamontes y Loroño convivieron dos mundos

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Pasaje de «Viva la Vuelta» en el que se habla de la rivalidad Loroño vs Bahamontes

Mientras que Bahamontes es conocido internacionalmente por sus hazañas en el Tour de Francia, carrera que ganó en 1959 y en la que triunfó seis veces en el premio de la montaña, Jesús Loroño forjó su palmarés sobre todo en España, por lo que es un personaje prácticamente desconocido más allá de los Pirineos.

Su rivalidad con Bahamontes marcó toda una época del ciclismo español, en la que los loroñistas y los bahamontistas discutían enconadamente intentando convencerse mutuamente de que Jesús era un corredor más completo y Bahamontes era el mejor escalador.

Nacido en un caserío de Larrabetzu, en la provincia de Vizcaya, el octavo de nueve hijos, Loroño tenía 11 años cuando estalló la Guerra Civil.

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El pueblo estaba cerca del Cinturón de Hierro, la línea defensiva establecida por la República alrededor de Bilbao, donde Jesús se dedicaba a cavar trincheras por un duro al día.

Era demasiado joven como para ser internado en un campo de prisioneros, un destino que padecieron cinco de sus hermanos cuando el País Vasco cayó en manos de los sublevados.

Cuando su padre murió en 1941, Loroño tuvo que ponerse a trabajar duro, yendo en bicicleta al monte para cortar leña y ayudando en el caserío.

Empezó a competir en carreras de la zona, para las que entrenaba medio a escondidas, por las noches, bajo la amenaza de su madre de tirar la bicicleta por un barranco, porque temía que su hijo fuera a pillar una tuberculosis sudando en las frías y húmedas noches vascas.

Cuando estaba a punto de emigrar a Chile, donde ya vivía uno de sus hermanos, Loroño fue llamado al servicio militar, donde tuvo la suerte de tener a un aficionado al ciclismo como capitán, quien le animó a seguir entrenando.

Un día de 1947 Loroño pidió permiso para participar en una carrera de la zona, pero se le denegó; el capitán le dijo que solo se lo concedería si era para ir a Asturias a enfrentarse con los profesionales en la clásica Subida al Naranco, que Fermín Trueba había ganado los dos años anteriores.

Como difícilmente podía plantearse desobedecer órdenes, Loroño acabó en Oviedo tomando la salida de la prueba junto con los cracks de la época en lo que por entonces era una prueba de dos días, y sin dinero suficiente en el bolsillo para pagarse el viaje de regreso.

Con su tercera posición el primer día ganó dinero suficiente para cubrir sus gastos y confianza a raudales para afrontar la segunda etapa. Los ciclistas más curtidos miraban asombrados a aquel fornido joven vasco de cabellera negra y rizada y facciones marcadas que se atrevía a atacar al pie del Naranco.

En lugar de descolgarse acabó ganando no solo la etapa, sino también la clasificación general e incluso el premio de la combatividad.

Loroño acababa de ponerse en órbita, aunque el momento no era muy oportuno

El ciclismo español estaba todavía muy lejos de su plena recuperación, tal y como el fiasco del Tour de 1949 había demostrado.

Cuando Loroño debutó en la prueba francesa, en 1953, ganó la montaña y una etapa en los Pirineos; conseguiría su mejor clasificación, quinto, en 1957.

Tuvo la desgracia de correr en una época en que los ciclistas españoles cuando iban al extranjero estaban demasiado obsesionados con hacer acopio de recambios de calidad que no se podían encontrar en España como para dedicarse en cuerpo y alma al trabajo de equipo.

Hay motivos de sobra para pensar que, si hubiera tenido el apoyo adecuado, Loroño había conseguido mucho más, quizá llegando incluso a igualar las hazañas de su rival, quien gozó de más y mejores oportunidades.

Lejos de los verdes valles del País Vasco, Bahamontes había nacido en la Meseta calcinada por el sol, cerca de Toledo, donde desde muy joven trabajaba de repartidor, tirando de un carrito con su bicicleta.

En una entrevista concedida cuando cumplió 70 años, Bahamontes recordaba su infancia durante los años del hambre: “Trabajaba en el estraperlo y comía mondas de patata fritas y gatos asados como si fueran conejos. A los 17 años cargaba mi bicicleta con sacos de patatas de 150 kilos.

Y yo solo pesaba 56”.

Un trabajo agotador que lo iba a curtir de cara a su futura carrera como ciclista.

La fama le llegó en 1954, cuando Bahamontes ganó la montaña en el Tour de Francia al año siguiente de que lo hiciera Loroño, y 17 años después de Berrendero.

La historia de cómo se detuvo en la cima de un puerto para tomarse un helado mientras esperaba la llegada del pelotón hoy en día forma parte de la leyenda.

De hecho estaba perpetuando una tradición entre los ciclistas españoles; en los años 30 Berrendero y Ezquerra a menudo paraban para tomarse una cervecita rápida en la cima de los puertos. Hacerse con el premio de la montaña solo se consideraba inferior a ganar la general del Tour, ya que comportaba publicidad y contratos lucrativos.

La general se daba por perdida de antemano, y apuntar a las victorias de etapa se consideraba un desperdicio de energía que era mejor reservar para acumular puntos en la montaña.

Desde sus inicios como ciclista, Bahamontes fue etiquetado como un personaje.

Su silueta enjuta se distinguía con facilidad tan pronto como saltaba del pelotón: espalda recta, manos en el centro del manillar, marcando un ágil ritmo de pedaleo con movimientos acompasados de la cabeza. Su táctica habitual era lanzar una primera aceleración para ver cómo reaccionaban sus rivales. Entonces volvía a aumentar el ritmo, que pocos querían o podían seguir, ya que sabían que más tarde pagarían por ello.

A pesar de que eran rivales directos, Bahamontes y Loroño se vieron obligados durante años a compartir equipo.

Para buscar un símil moderno, imaginen que Óscar Sevilla y Aitor González, tras su choque en la Vuelta de 2002, se hubieran visto obligados a seguir en el Kelme y a participar en las mismas carreras en vez de separarse.

La atmósfera habría sido irrespirable. Bahamontes y Loroño fueron más comedidos en una época en que conseguir una plaza en el equipo nacional era el sueño de todo ciclista.

No obstante, su rivalidad no fue del todo negativa: según Ángel Giner, biógrafo de Bahamontes, “un héroe, ya sea ciclista o guerrero, nunca puede llegar a tal grado sin un enemigo al que vencer”.

Al forzarlos a compartir equipo se ponía aún más de relieve hasta qué punto sus personalidades eran incompatibles.

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Loroño, el León de Larrabetzu, era un hombre reservado, enormemente orgulloso, a quien el fervor de sus seguidores vascos empujaba a dar hasta su último gramo de fuerza.

El Águila de Toledo era voluble y volátil, inclinado a actuar según extraños caprichos y aparentemente insensible a cualquier expectativa que se hubiera depositado en su persona.

Un día se elevaba a la altura de su apodo y dejaba a todo el mundo boquiabierto con sus portentosas escaladas de los puertos más exigentes, y al siguiente se comportaba como una gallina aturullada.

Su retirada del Tour de 1957 constituye otro hecho legendario: alegando que le dolía el brazo a causa de una inyección de calcio que le habían administrado aquella mañana, se quitó las zapatillas e invadió el pedazo de prado donde una familia francesa tomaba pacíficamente su piscolabis, sentándose en posición fetal y haciendo oídos sordos a todas las requisitorias que le lanzaron.

No estaba dispuesto a menearse, ni por su madre, ni por su mujer, ni por España, ni por Franco. Pero los aficionados acabaron perdonándolo, porque a un genio siempre se le perdonan sus momentos de debilidad.

Extracto de libro “Viva la Vuelta” publicado por Cultura Ciclista

Imágenes tomadas de www.euskomedia.org i pedaleoluegoexisto.blogspot.com

 

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Lo de Perico en la Vuelta son historias para nuestros nietos

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La Vuelta fue con Perico un buen generador de historias

Hoy Perico Delgado pasea por las metas de la Vuelta a España, relajado y sonriente, momentos antes de cada final de etapa.

Hoy, al esciclista se le cae el carisma por los bolsillos, resultando un competidor imprescindible para entender su tiempo, pues quien niegue que le dio una gran popularidad a este deporte, directamente es un desmemoriado.

Otra cosa fueron sus dos victorias en la Vuelta a España, en las que Perico ganó, si, pero con los elementos muy a su favor.

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Cayeron a su favor dos Vueltas, merecidas, no lo discuto, pero con historias merodeando que resulta interesante recordar, porque, por ejemplo, cuarenta años después resulta complicado entender que estaban pensado Robert Millar, el líder, y su director en la jornada casi final de la Vuela 1985.

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El escocés, que es un clásico en las carreras de Perico, tenía encarrilada la Vuelta en su recta final.

Para Perico aquella estaba siendo una carrera a contrapié, más que el año anterior, cuando se había encontrado a las il maravillas.

Quizá por que la cosa no daba más, probó lo imposible sin saber que no lo era.

Se fue y alió con Pepe Recio en a jornada de Navacerrada, entre la niebla, tomando unos metros que en Peugeot, el equipo de Millar, no tuvieron en cuenta hasta que fue demasiado tarde.

Aquella jornada pasó a los anales de la memoria de muchos aficionados, como el ciclista capaz de cualquier golpe de guión en el momento más inesperado.

Perico construía un carisma ya notorio, asentado ya en resultados.

Para cuando quiso volver a la Vuelta, con la de 1988 sin correr y el consiguiente cabreo con JM García, venía en condición de ganador saliente del Tour de Francia,

En 1989, Perico controló perfectamente la Vuelta hasta el tramo final.

Ahí, en especial, en la Sierra de Guadarrama, la cosa se desmadró con los colombianos en tromba.

Iñaki Gastón, compañero de Fabio Parra, quien si habla de aquellos tiempos no quiere entrar en polémicas, nos recordó con cierta nitidez lo que vio entre Ivan Ivanov y Perico.

La historia dice que recibió ayuda del ruso a cambio de un sobre que algunos le vieron entregarle un día después.

Lo que sucedió lo saben ambos ciclistas, pero entre la niebla de Navacerrada y la jornada madrileña, no son pocos los que se cuestionan qué sucedió para que el amigo Perico acabara con dos Vueltas en el palmarés…

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Formigal es José Manuel Fuente

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En el libro de Fuente, Formigal es un capítulo entero

Todos los grandes tienen un sitio y un día, el de José Manuel Fuente es un día de mayo de hace cincuenta años en Formigal.

Joan Plans fue una de las plumas más destacadas del ciclismo español en los años centrales del pasado siglo.

Acuñó el ciclismo en el decano de la prensa deportiva, El Mundo Deportivo.

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Pero sus crónicas rebosantes de sapiencia tuvieron truco, antes fue ciclista, sí, de pista y carretera.

No en vano fue ocho veces campeón de España de velocidad.

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Su crónica del día 10 de mayo de 1972 se iniciaba así:

“Lo que no hacen los hombres por su propia voluntad, lo hacen las montañas. Hoy hemos visto una etapa casi entera de gran ciclismo, de aquel, ciclismo que sólo obedece a las propias fuerzas de cada hombre y a la voluntad que se pone en la lucha. Cridas a esto, tenemos un nuevo e Inesperado líder”

Ese día no hubo matices.

Se hundieron todos los favoritos ¿todos? No, todos no.

Hubo uno, raza, coraje y talento, que emergió.

José Manuel Fuente, el Tarangu, el visceral escalador asturiano dio un nombre a Formigal.

Ubicó el enclave aragonés en el mapa.

La última cima pirenaica de esta Vuelta guarda una historia muy profunda,

Domingo Perurera dominaba la Vuelta de 1972. Llegaba la gran jornada pirenaica. En el Mon Repos se arma. Pepe Grande ataca, Fuente a su rueda. Colaboran juntos, mientras los compañeros del asturiano por detrás duermen la carrera en un sueño amarillo, por que todo es amarillo, el líder Perurena, pero también sus compañeros  Lasa, Pesarrodona y González Linares.

Pero el día tiene un tipo desenfrenado. Fuente vuela solo antes de coronar Mon Repos. Grande cede por la cima minuto y medio, más allá de los cinco minutos pasa el pelotón.

La subida a Formigal asiste a la mejor jornada del Tarangu en la etapa que su ímpetu casó con la estrategia en un todo perfecto. Fuente no percibe el cansancio y en la cima sentencia la Vuelta a España de 1972 a cinco días de la conclusión en Donosti.

Al campeón le llueven los elogios, el calor popular, las rotativas y una buena cantidad de dinero.

Se embolsa en una jornada 36.000 pesetas de las entonces desglosadas en 15.000 por ganar la etapa más 8.000 por cada puerto que corona en cabeza y migajas recogidas en metas volantes y demás.

La Vuelta ha vuelto a Formigal varias veces, incluso hasta en pandemia, cuando no dejaron cruzar al Tourmalet, pero José Manuel Fuente hizo suyo el lugar para siempre

Imagen: El Blog del «Acebedo»

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DESTACADO: La Vuelta a España

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